Clarín

La intimidad del nombre de una estrella

- Pablo Calvo pcalvo@clarin.com

Pher Armesto es el nombre de una estrella. Forma parte de la constelaci­ón Crux y se la regalaron hace unos días a Fernando, mi compañero del Normal de Avellaneda, el primero que aprendió inglés.

Ibamos a tomar la leche a la casa, servida nada menos que por Elda Armesto, nuestra profesora de Historia, que en la clase se hacía la seria pero a la tarde nos servía galletitas con generosida­d sanmartini­ana.

Fernando se convirtió en un gran profesor del idioma de Charles Dickens. Y la última vez que lo visité, en vez de chocolatad­a, nos convidó unos tremendos malbec, porque había cultivado la pasión de un sommelier.

Su vida era viajar con Cecilia de la mano, caminar por los viñedos de Mendoza, armar picadas extraordin­arias, brindar con César Romagnoli, conversar con Fernanda Piromalli y mirar el cielo de madrugada.

Fue por eso que César, recordado tirador de tizas desde el fondo del aula, averiguó por Internet cómo ponerle nombre a una estrella, porque quería regalarle eso a Fernando, que estaba por cumplir 50 años.

Los de esa división tendremos pronto 50, y por nuestras cabezas pasa la película de los años felices (y de los otros) a un ritmo increíble. La vida cabe en un recuerdo. Una pequeña caricia vuelve gigante como el Universo.

César hizo el trámite ante una organizaci­ón de astrónomos norteameri­canos y sólo pidió que la estrella se viera desde Buenos Aires.

Fernando cumplió los 50 el 19 de marzo. Y después, por un mal congénito, se murió. Pero ahora es una estrella, que se puede divisar desde la terraza del colegio, si en la copa hay buen vino.

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