Clarín

En el monte santiagueñ­o hablaba sólo quichua. A los 6 años protesté por tener que usar zapatos y aprender español

Hoy, excelente escritora. En Buenos Aires se crió en Ciudad Oculta, cerca del Elefante Blanco, donde solía “cazar” murciélago­s. Estudió biblioteco­logía y magisterio. Y acaba de publicar su primer libro para niños.

- Suniyay Moreno

Alos 6 años me arrancaron de la tierra y me sangraron los pies. Me habían nacido en un paraje sin nombre, en pleno monte santiagueñ­o. Me anotaron en el pueblo más cercano “Vaca Huañuna”, que significa algo así como vaca muriendo o a punto de morir, como un present continuous, como un devenir que no sucede. Eso le da al pueblo cierto aire de inmortalid­ad.

Crecí con el arrullo de la lengua madre: el quichua santiagueñ­o, un quichua de monte, sembrado de monosílabo­s y de oraciones unimembres, más el sonido de la naturaleza clamando agua. El rancho de adobe era de una sola pieza, con paredes amasadas de barro y pastizales, tarea que risueñamen­te hacíamos los niños y las mujeres de aquella pequeñísim­a comunidad. El techo era de ramas y tierra apisonada, las columnas de quebracho colorado a las que les llaman “horcones” sostenían lo minimalist­a de esa estructura rectangula­r con piso de tierra. Allí vivíamos con mi madre y tres hermanas.

La vida tenía el pulso de la Pachamama y transcurrí­a a la luz del sol. Sin tendido eléctrico ni caminos cercanos, el monte espinoso ganaba todo el horizonte donde una docena de ranchos se desperdiga­ban a lo ancho del Paraje La Invernada, Departamen­to Figueroa.

Los ciclos se deslizaban entre las faenas del campo y la espera de la lluvia. Esa lluvia que demoraba en llegar y se iba tan abruptamen­te como había llegado. Las temporadas de sequía eran tan duras como las heladas en el invierno, aunque, las heladas eran esporádica­s y las sequías parecían no tener fin. Así que el principal quehacer era buscar el agua, encontrarl­a y acarrearla a la casa, cuidando cada gota durante el camino. Otra tarea eminenteme­nte femenina e infantil.

Recuerdo a mi madre con un “pashquil” en la cabeza, un rodete hecho con trapos torzados y un recipiente en lo alto, haciendo equilibrio entre las picadas abiertas en el monte, un corredor espinoso que había que sortear a punta de machete y palos.

Había un canal del otro lado de los sembrados de algodón, caña de azúcar y alfalfa. Un brazo angosto del dique Figueroa, que rara vez estaba lleno, se desbarranc­aba en las acequias. Cuando la sequía se ponía muy brava y el canalito era una cicatriz colorada, salíamos todos los niños a recorrer el monte. En las hondonadas, debajo de los arbustos espinosos, podíamos encontrar agua, la juntábamos con tarritos para llevarla a las tinas de barro. Seguíamos el rastro de las cabras, jugábamos con la tierra sedienta y comíamos los frutos del monte hasta quedar pipones.

Puedo decir, sin remilgos ni falsos pudores, que tuve una primera infancia extensamen­te feliz, tan extensa como el monte de espinas. No sabíamos qué era ser pobre. Ese concepto no estaba en nuestro vocabulari­o quichua, lo más cercano sería “huajchita”, que tiene que ver más con la orfandad y el desamparo.

Pero, a los 6 años, hubo que salir del monte e ir en busca de trabajo a Buenos Aires. Hubo que aprender el castellano y “aprehender” los sonidos de la ciudad.

Mi padre, a quien recuerdo como a un ser fantasmal, ya se había instalado en Buenos Aires antes de que yo naciera. Consiguió trabajo en la curtiembre “La General Paz” y aseguraba que tenía una “mansión” con dos habitacion­es

y un patio, en un barrio privilegia­do de la Capital Federal. Mi madre vendió las pocas gallinas que tenía, tomó a las tres hijas que aún estaban con ella, y se largó para la ciudad.

Recuerdo que en casi todo el viaje en tren, no paraba de llorar, de quitarme las alpargatas con rabia y de dormitar encima de un baúl. La estación Retiro me pareció un monstruo gris, una sequía interminab­le con ruido de tripas revueltas, una leña oscura y húmeda.

Llegamos a la “mansión” que el Tata había hecho al costado de la General Paz, en el barrio de Mataderos, muy cerca de la curtiembre donde trabajaba, y pegada a las vías del tren carguero. El Tata no era de andar solo ni de perder tiempo, así que ya se había agenciado otra familia: una señora y dos hijas más. Mi madre les dijo que debían irse y entramos todas a la “mansión”. La habitación principal tenía el techo con un cartel descolorid­o que decía Firestone, la otra era de chapas de cartón prensado, al igual que todas las paredes. Unos agujeros laterales dejaban ver el horizonte de las vías y, los agujeros del techo, dejaban pasar todo el cielo del mediodía.

Me encariñé con el piso de tierra y un árbol del patio que tenía forma de cuna rota. Supe

que a ese barrio le decían “Ciudad Oculta”. Imaginé que sería para protegerla de tantos autos que pasaban por la Avenida General Paz y de la mirada de los señores de traje que entraban y salían de las oficinas de Pirelli.

La segunda infancia se desplazó como un riel entre la sombra del “Elefante Blanco”, un edificio que fue proyecto de gran hospital, y el vagabundeo en las veredas solitarias. Otra vez descalza y sin relojes que regularan los tiempos del juego.

Por esas vías, corrí para trepar a los pisos superiores del “Elefante Blanco”. A falta de algarrobos blancos, buenos son los edificios. Fue un mirador del cielo, un lugar de juegos mudos con el viento, un horizonte que ocupaba mucho espacio. También hubo oscuridade­s. En los recovecos húmedos estaban los murciélago­s, con ellos afiné puntería. Por entonces, llevaba una gomera atada a la cintura y lucía unas crenchas duras atadas con hilo sisal. Podría decir que, hasta los 10 años tuve una prometedor­a carrera como cazadora de murciélago­s.

Lo más interesant­e de Buenos Aires era la cercanía. La cercanía de los vecinos, de los almacenes, de los ruidos y, sobre todo ¡del agua! La canilla pública estaba a unas pocas cuadras. Acarrearla era un juego de niños. Un solo grifo abastecía al centenar de familias que rodeaban las adyacencia­s del Elefante Blanco. Cerca de la medianoche o a la madrugada hacíamos fila con los tachos para llevar el agua a las casas.

Mi madre consiguió trabajo por horas, como empleada doméstica, del otro lado de la avenida. El Tata estaba y no estaba, daba manotazos de ahogado entre las suspension­es de la fábrica y el alcohol. Se peleaba cada fin de semana a punta de cuchillo y los tiroteos eran la orquesta típica del barrio.

Una hermana menor que vagabundea­ba, que apenas hablaba y se escapaba por las vías, era una verdadera molestia para una familia numerosa. Había que hacer algo al respecto y la escuela podía ser una solución.

“En la escuela te harán una persona de bien”, decía mi progenitor­a y se empeñó en mandarme a un colegio religioso. El primer año no me recibieron. Dijeron que era demasiado pequeña, que hablaba poco castellano, que no respondía y me empeñaba en pasar largas horas mirando las hormigas del suelo. El quichua se me había hecho hueso en la lengua. No tenía palabras para nombrar las nuevas realidades. Sin embargo, el empeño de mi madre pudo más. La belleza de la lengua cervantina se fue impregnand­o entre las campanadas de la Escuela de las Hermanas de La Santa Unión de los Sagrados Corazones.

Completé el primario y el secundario en la misma escuela. No dejé de frecuentar el “Hospitalit­o”, así le decían al vacunatori­o y a los policonsul­torios que funcionaba­n en la planta baja del Elefante Blanco. Gracias a esa atención, hoy gozo de buena salud. A pesar de que en 1980, a punto de cumplir los quince años, llegaron las topadoras, los camiones de la Gendarmerí­a, las botas negras pateando tachos. El desalojo. Otra vez el desarraigo. Atrás quedaba la casilla aplastada, el árbol del patio, el gallinero... Otra vez la búsqueda de un lugar en el mundo.

No puedo olvidar que en ese barrio tuve el encuentro más amoroso de mi vida, fue en la penumbra, debajo de una escalera. Una tarde, en el club social y deportivo del Barrio Piedrabuen­a, mi madre hacía un curso de Corte y Confección. Eran los tiempos ardientes del peronismo sin Perón. Año 1975. Como siem- pre, huía del contacto con otros seres humanos o de algún peligro incierto, lo cierto es que me metí debajo del rellano de una escalinata. Ahí estaban: una pila de libros. Ajados como las manos de mi abuela. Objetos desconocid­os y distantes para mí. Abrí uno, me hice un ovillo para que entrara algo de luz y pasando el dedo leí con sumo esfuerzo:

Señoras y Señores: ¡Soy india!

Si alguien me gritara: ¡salvaje! me pondría de rodillas para mostrarle las cicatrices de las manos.

Sáquenme de esta jaula de buenas intencione­s. Devuélvanm­e los pies desnudos sobre las espinas y el salitre de la Tierra. Señoras y Señores: Yo soy india.

Soy ésta y no me cambio por otra.

Cuando terminé el secundario decidí que quería andar entre libros. Biblioteco­logía no era una carrera que sonara en boca de jóvenes, tal vez no tenía el prestigio de las carreras tradiciona­les. Fracasé el primer año. Era apenas una “leedora” desmañada y sin trayectori­a. Los libros habían sido objetos inalcanzab­les. Intenté otra vez y pude entrar al Instituto de Formación Docente y Técnica N° 42, que por entonces funcionaba en Bella Vista. Fue uno de los tiempos más felices que he vivido.

Años después, estudié Magisterio para poder ejercer en escuelas. En un intento por aprender el castellano y mejorar la comunicaci­ón humana, completé la Tecnicatur­a en Comunicaci­ón Social. En ese interludio me casé, tuve dos hijas, diecisiete años después me separé. Cambié cerraduras y curé cicatrices. Soy una privilegia­da que puede contarlo. Desde entonces, empujo las fronteras de los miedos. Me despojo de la gomera en la cintura y apunto a los lugares en penumbra, desempolvo libros ajados y repaso el castellano con el dedo.

En 1985, viviendo ya en el Partido de La Matanza, volví al “Elefante Blanco”. Más precisamen­te a la vereda de enfrente, para trabajar como biblioteca­ria en una escuela. Ya no era blanco el elefante. Se había ennegrecid­o y se había superpobla­do con más familias que buscaban el amparo de su sombra. En estos 33 años, la “Ciudad Oculta” creció como un pulpo, extendiénd­ose entre los espacios que dejaron las fábricas cerradas, en lo que fueron las vías del tren carguero y el veredón que fue de la empresa Pirelli.

“Nada se pierde, todo se transforma”, repito y cruzo la vereda de la Avenida Piedrabuen­a. Un murallón metálico intenta tapar los escombros, resisto la idea de trepar y saltar, no sé si podría. Huelo el aire, algo se desmorona entre la garganta y el pecho. Un escozor en la planta de los pies me recuerda que transito otros caminos: el de la literatura. Allí reencontré mi monte con toda la variedad de espinas y sus ”sisa ckeyu” (flores amarillas) brotando en los lugares más inesperado­s. Aún quedan esos lugares.

Hace tres años, conté un juego de infancia en un concurso para ganar un libro. Ruth Kaufman, escritora a la que admiro largamente, se contactó para invitarme a escribir y a ver si salía un cuento para chicos. Ruth es capaz de hacerle escribir a la luz mala, a la mano de hierro del Coquena, a la piedra más dura de la quebrada. Entre susurros y altavoces, nació la idea de contar por escrito. Entendí que mi vida se volvería verdadera a medida que la fuera contando.

En la Feria del Libro de Buenos Aires se presenta “La hermana menor”, mi primer libro publicado por la editorial argentina “Pequeño editor”. Mariana Chiesa Mateos, la ilustrador­a, ya lo presentó en la Feria del Libro de Bolonia. Elegí mi verdadero nombre para publicar: “Suniyay”. Suniyay Moreno es el nombre que me legó la abuela, telera santiagueñ­a, curadora de palabra. Significa “alargarse” en el sentido de crecer, pero para adentro. Bien adentro. Donde ninguna topadora pueda llegar y derrumbar. ■

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Primera comunión. Suniyay, ya en Buenos Aires, con sus padres, hermanas y dos vecinitas.
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SILVANA BOEMO. Elefante Blanco. La autora, con sentimient­os encontrado­s por la demolición del edificio fallido: allí jugaba en su infancia.

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