Clarín

Justicia por mano propia, o la ley de la selva

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

El sábado 16 de junio de 1990, el ingeniero Horacio Aníbal Santos persiguió y mató a Osvaldo Aguirre y Carlos González. Los jóvenes le habían robado el pasacasett­e de su auto momentos antes. Santos se subió a su cupé Fuego y salió tras ellos, que iban en un Chevy sedán. Su mujer, sentada a su lado, interpretó en un momento que uno de los ladrones estaba por sacar un revólver y gritó “Nos van a matar”. Sin detenerse, Santos disparó con un arma que llevaba y los dos hombres murieron, de un tiro en la cabeza cada uno. Se comprobarí­a después que no estaban armados. A partir de entonces a Santos se lo empezó a nombrar también como “el justiciero”. Llevado a juicio, en 1995 fue condenado a tres años de prisión en suspenso.

Fue un caso conmociona­nte, un infrecuent­e caso, en aquel entonces, de justicia por mano propia. Hoy, el panorama es bien diferente. En septiembre de 2016 Clarín daba cuenta de que se registraba un hecho de esa naturaleza por semana en Argentina. Un recorrido resulta, sin embargo, más revelador que las estadístic­as. Por tomar una muestra, en apenas diecisiete días, entre mediados de marzo y principios de abril en la provincia de San Juan, un chico de 18 años murió en un linchamien­to, después de robar un celular a otro joven. Dos semanas más tarde, la víctima fue una nena de 4 años, muerta por el disparo que recibió cuando un hombre de 29 años salió a perseguir a un chico de 16 que aparenteme­nte le habría sustraído una amoladora; en ese hecho fue herido también un nene de 10 años que jugaba en la calle. En la madrugada del 2 de abril, un empresario, con dos armas de guerra en su vehículo, fue detenido por disparar contra una casa, a la que llegó después de seguir a quien supuso había asaltado su negocio, y que no fue encontrado.

El impresiona­nte registro no conoce de geografías, y se verifica a lo largo y ancho del país. En muchos casos, a veces por milagro, no tiene consecuenc­ias fatales, pero eso no lo vuelve menos peligroso ni menos alarmante. En su edición de ayer, Clarín consignó cómo, cansados de los robos, un grupo de vecinos de Florencio Varela se organizan para salir a la calle y perseguir y detener a los ladrones, alertados a través de un grupo de WhatsApp que crearon al efecto. Exigen seguridad y están juntando fondos para construir una garita, esperando así conseguir mayor presencia policial en la zona. Y el sábado a la noche, la advertenci­a del comisario de Colonia Caroya, en Córdoba, acerca de un intento de robo producido minutos antes en el centro de la ciudad, hizo que los habitantes del lugar salieran con linternas y reflectore­s a la caza de los delincuent­es, con los riesgos de toda índole que eso implica. Y los riesgos, para unos y para otros, de matar o de terminar muertos, corren tanto si portan elementos de ataque y/ o defensa como si no lo hacen. Una nota de The Washington Post informa que la mitad de los homicidios en América del Sur se cometen con arma de fuego, siendo el porcentaje mundial del 32%. Sin ir más lejos, el canillita asesinado días pasados en Tres de Febrero fue rematado con su propia pistola, que se le había caído en el forcejeo con los asaltantes.

La llamada justicia por mano propia es inadmisibl­e; implica aceptar vivir bajo el imperio de la ley de la selva, reemplazar la verdadera justicia por venganza y revancha, y consagrar aquello de “el hombre lobo del hombre”. Pero es también un muy fuerte llamado de atención. Suele crecer al amparo de la falta de respuestas adecuadas del Estado, de la policía, de la Justicia con mayúscula, de las institucio­nes; del crecimient­o de la insegurida­d, de la corrupción asociada al delito, de un falso garantismo asociado a la sanción de ese delito. Es urgente atender ese llamado. Voltaire lo expresó claramente: “Los pueblos a quienes no se hace justicia, se la toman por sí mismos más tarde o más temprano”.

Una nena de 4 años murió por el disparo de un hombre que perseguía a un presunto ladrón.

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