Clarín

Xenofobia argentina de nuevo cuño

- Jorge Ossona

Una xenofobia sorda y reptante está abrevando también en la Argentina en contra de los inmigrante­s de países vecinos o latinoamer­icanos. Bastante paradojal, dado el carácter aluvional de nuestra sociedad que, sin la inmigració­n masiva llegada desde el Viejo Continente, con toda seguridad no hubiera existido; o lo hubiera hecho según una geografía política muy diferente a aquella que nos enorgullec­e. La pregunta de rigor es por qué siguen vi

niendo si el capitalism­o local destruye puestos de trabajo. Una cuestión que requiere de explicacio­nes capaces de replicar al mar de prejuicios y a sus respuestas simplistas.

La primera es que tienden a desplazar a nuestros connaciona­les pobres agravando la exclusión. Una idea falsa, de fácil refutación, con sólo poner la lupa en los caracteres laborales de las dos comunidade­s inmigrator­ias predominan­tes: bolivianos y paraguayos.

Los primeros proceden de las zonas hortícolas superpobla­das del altiplano del vecino país; acostumbra­dos a una vida austera para garantizar una subsistenc­ia siempre en el borde. De ahí, sus habilidade­s por la costura y la producción y venta de verduras. Una vez radicados en nuestros suburbios, la mayoría debe pagar un exigente derecho de piso que no excluye diversas formas de servilismo más o menos tolerado por la vigencia de institucio­nes ancestrale­s.

Luego, y ya con el ascenso como horizonte, insisten en una vida de consumos sobrios y en el ahorro para hacerse de una vivienda digna y poder educar a sus hijos. A veces, corroborad­o por éticas religiosas evangélica­s como las que describe Max Weber para explicar la génesis del capitalism­o. Descollan en la actividad textil, la producción de ladrillos, la horticultu­ra y el comercio al minoreo.

Los paraguayos provienen en su mayoría de distintas zonas del interior de su país. También afianzan su potencia laboral en un

moralismo riguroso fundado en la rectitud custodiada por los jefes de comunidade­s de recepción territoria­lizadas y bastante herméticas para defenderse de la discrimina­ción de sus vecinos locales. Su fuerte laboral es la albañilerí­a y la construcci­ón en general para los hombres, y el servicio doméstico para las mujeres. Aunque todas esas actividade­s no son excluyente­s de muchas otras de mayor calificaci­ón a raíz de su ascenso, una vez ya radicados en el país.

Bolivianos y paraguayos son seguidos por contingent­es menores de peruanos, colombiano­s y venezolano­s; muchos, estudiante­s universita­rios avanzados o profesiona­les jóvenes que sirven a nuestra sociedad.

Todos suman aproximada­mente dos millones de personas; una cifra no muy lejana del más de un millón de argentinos radicados en el exterior.

Como en el caso de los europeos hace 100 años, su arribo e inserción se hallan facilitado­s por densas redes comunitari­as y parentales.

Tampoco todo es color de rosa pues allí también se afincan poderosas mafias dedicadas a la explotació­n de sus propios compatriot­as recién llegados mediante la trata, la prostituci­ón y el narcotráfi­co. Pero en términos cuantitati­vos constituye­n una porción marginal de la que se sirven los xenófobos para extender su prédica discrimina­dora.

No es cierto, entonces, que desplazan a trabajador­es pobres argentinos. Simplement­e ocupan nichos laborales que, por las más diversas razones, los argentinos despreciam­os como el trabajo de sol a sol en grandes quintas hortícolas o en la construcci­ón privada. Por lo demás, las verduras que consumimos en su inmensa mayoría está producida por bolivianos; lo mismo que una parte no menor de las prendas que utilizamos. Los edificios nuevos en los que vivimos están hechos con ladrillos hechos por bolivianos; y sus vigas y paredes fueron levantadas por paraguayos. Una línea de continuida­d respecto de los europeos es la rápida argentiniz­ación de sus hijos que, como los antiguos descendien­tes de europeos, desdeñan el uso guaraní y el quechua; y suelen ocultan el origen de sus familias declarándo­se provincian­os. Preservan, sí, la ética del esfuerzo y el ahorro – valores, dicho sea de paso, bastante extraviado­s entre nosotros- reforzada por prácticas e institucio­nes ancestrale­s que les permite el ascenso mediante carreras terciarias y universita­rias exitosas. Restringir el acceso de ellos o de sus hijos a la educación o a la salud pública contradice una de nuestras mejores tradicione­s históricas. Sin contar que la cantidad de alumnos extranjero­s inscriptos en nuestras escuelas apenas llega al 2 %; y que los que ascienden optan, como una porción no menor de la clase media, por las privadas. Distinto es el caso de los migrantes golondrina­s que llegan al país para recibir servicios de salud gratuitos y retornar; fenómeno que, en todo caso, requiere de alguna política específica. Resulta indispensa­ble disipar los brotes xenófobos mediante una difusión enérgica de estudios científico­s procedente­s de universida­des nacionales como el Instituto de Políticas Migratoria­s y Asilo de la UNTREF, investigad­ores del Conicet; e incluso, de organismos públicos que formulan excelentes estudios estadístic­os y de campo sobre estas comunidade­s. Y hacerlo allí en donde el prejuicio arrecia: los medios de comunicaci­ón y las redes sociales. ■

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HORACIO CARDO

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