Clarín

La discapacid­ad no es contagiosa, el prejuicio sí

- Sensacione­s Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

Hace ya muchos años –en aquella época era un joven periodista– cubrí una nota sobre discapacid­ad. Hablaba con un abogado ciego cuando, de repente, me sorprendió: “¿Usted se da cuenta de que en un momento cualquier persona puede perder su visión?”.

No, no lo había pensado. Y me dio un ejemplo real. Un hombre manejaba en la ruta. De una máquina que estaba trabajando al costado del camino, se desprendió un disco que rompió el parabrisas y destruyó la zona de los ojos. Ciego de un momento a otro, sin “antecedent­es” previos. El ejemplo no era amarillist­a: trataba, sí, de sensibiliz­ar. Los discapacit­ados no son los otros, somos nosotros, en potencia. De esto se dio cuenta Flavio cuando empezó a recuperars­e de la intoxicaci­ón con monóxido de carbono.

Algunos amigos se alejaron, por egoísmo o por pensarse como las niñas o los niños bonitos y no “mancharse”. Pero también por algo atávico e irracional: el temor al contagio. Como si codearse con alguien que sufrió una desgracia generara algo similar. He visto a mujeres que perdían un embarazo avanzado y algunas amigas no las llamaban para compartir la tristeza. O personas que no van al velorio de un pariente o amigo porque –aseguran– son situacione­s que las ponen mal. Ya sé, es un sinsentido, hay que dejar el pensamient­o mágico atrás. Pero también vale construir espacios para que esos temores se disipen.

¿Cómo hacerlo? Si bien existe una tendencia a incorporar a los alumnos con discapacid­ad a las escuelas comunes, a menudo aparecen trabas. ¿Qué pasaría si un chico al que le gusta jugar al fútbol concurrier­a a un par de clases de práctica deportiva con niños no videntes que juegan –y muy bien– con pelotas cascabel, ya que siguen el sonido? ¿Y qué si participa de una charla sobre los desafíos del entrenamie­nto junto a jóvenes en sillas de ruedas? Soy un convencido de que la cercanía crea lazos mientras que las buenas intencione­s suelen terminar en palabras. No se logra empatía ante lo que no se conoce.

Algo parecido me entusiasma­ría para los adultos. Desde lo económico –sí, lo económico– permitiend­o que cada persona que pague impuestos pueda direcciona­r un pequeño porcentaje a alguna ONG que trabaje con la discapacid­ad. Y desde el compromiso personal. Iniciativa­s para estar con ese otro distinto, pero igual. Y no sólo para ayudarlo sino para compartir, para ser uno más, para conocerlo y dejarse llevar: la discapacid­ad no es contagiosa, el prejuicio sí.

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