Las certezas que la vida no te da

Vivimos dando certezas por sentado. Como si tuviéramos por delante todo el tiempo del mundo, como si nada nunca pudiera alterar lo que suponemos el orden natural de las co- sas, como si ciertas cosas sólo pudieran ocurrirle a los otros. No importa la edad que tengamos, las experiencias que hayamos atravesado, cuán de cerca muchas de esas cosas nos hayan rozado. Decimos naturalmente “hasta mañana”, con la seguridad de que nosotros, y todos a quienes dejamos la noche anterior, seguirán estando allí, en pie, tan sanos y tan salvos, tan vivos como en el instante en que nos despedimos, cuando despunte el amanecer.

Nos iremos a dormir y a la mañana, como todos los días, repetiremos esos rituales tan chiquitos, tan menores, tan nuestros y al mismo tiempo tan universales, que de tan cotidianos casi ni registramos. Cosas que hacemos sin prestarles atención, de un modo hasta mecánico, hasta que un día esa rutina felizmente proyectada al infinito se interrumpe. De golpe, lo impensado, eso que sólo podía pasarle a los otros, irrumpe en nuestra vida como un rayo, partiéndola en dos.

Será entonces cuando esos pequeños ritos diarios de tan intrascendentes se conviertan en extraordinarios; cuando añoremos el imposible sonido del despertador sacudiendo nuestra modorra, los ruidos de la calle alterando nuestros nervios, el insoportable proveedor de vaya a saber qué servicio interrumpiendo el café de la mañana, la discusión inconducente con el amigo irreductible. Porque así de traicionera es la vida. No hay que dar nada por sentado. Apenas, vivir cada segundo como si pudiera ser el último.