La historia de robo, traición y muerte detrás del ataque a la comisaría de San Justo
Leandro Aranda, preso por asesinar a un cómplice, tenía miedo de que sus enemigos lo mataran en la cárcel. Por eso planificó el rescate que terminó con una policía baleada.
Nicolás Ojeda estaba al tanto de las cosas que se decían en el barrio sobre Leandro Aranda. Sin embargo, la curiosidad y la ambición le jugarían una mala pasada. “¿Qué van a hacer?”, le preguntó cuando le pidió una barreta prestada.
La escena fue en la villa Cildañez, a pocos metros del cruce de Escalada y la Autopista Dellepiane, en el límite entre los barrios porteños de Parque Avellaneda y Lugano. Ojeda, minutos después, se subiría al auto. No le importó que Aranda tuviera fama de trabajar para la Policía. No era un botín de todos los días. El plan consistía en entrar a una casa en la que, supuestamente, había droga y dinero.
Son las seis de la tarde de un día de semana en Cildañez, la villa que fue allanada esta semana por la investigación del ataque a tiros a la comisaría 1° de San Justo. El golpe fue el lunes a la madrugada y tuvo como objetivo liberar a un preso. Cuatro hombres vestidos como policías entraron a la seccional y comenzaron a disparar. La primera en enfrentarlos fue Rocío Villarreal, una sargento de 25 años que recibió un balazo en el pecho. Sus compañeros también respondieron al ataque y lograron frustar el intento de rescate. Hoy la agente lucha por volver a caminar (ver La sargento...).
Los jóvenes que reciben a Clarín cuentan que el robo que dio inicio a la historia fue entre junio y julio de 2017. El botín: 90 kilos de cocaína de máxima pureza y cerca de medio millón de pesos que Aranda, Ojeda y un tercer ladrón identificado como “Dani” guardaron en un par de valijas grandes. Parecía el negocio más fácil de sus vidas. Habían entrado con la llave del inmueble, sabiendo que no había nadie. Ingresaron tranquilos, como si fueran los dueños. Pero al salir cerraron y rompieron la cerradura con la barreta. Nadie podía sospechar que había sido una entrega.
"Otra cosa no hay", responden en Cildañez cuando se les pregunta sobre los riesgos de robar a un narcotraficante. “Ya nadie te entrega trabajos como antes. No hay efectivo en la calle. Está lleno de cámaras y hay policías por todos lados”, dicen, a metros de un grupo de prefectos que recorre el barrio.
La modalidad es muy común en las zonas de Mataderos, Villa Lugano, Bajo Flores y alrededores. También en distintos barrios del Conurbano. Los pistoleros de hoy, a la edad en la que las generaciones anteriores asaltaban bancos, blindados, fábricas o financieras, sienten que no hay mejor negocio que robar cargamentos de droga. A pesar de las consecuencias a las que se exponen.
No tienen una bola de cristal: cuentan con el apoyo de narcos o policías que les brindan la información. El ladrón suele elegir entre dos opciones. O venderle la mercadería a otro narco o comercializarla al menudeo. A estos últimos en la jerga del hampa se los denomina "narcochorros".
En Cildañez cuentan que Ojeda -conocido como "Nikito"- se compró una casa en Isidro Casanova con una parte del botín. Rápidamente dejó la villa y se mudó. Todo parecía tranquilo, hasta que alguien habló y el secreto dejó de ser secreto. El dueño de la casa asaltada, que decía no ser propietario de la droga, resultó ser el padrino de "Dani", el cómplice de Aranda que había facilitado las llaves de la casa. No le costó mucho llegar hasta los protagonistas del asalto.
El dueño de la casa, Aranda y Ojeda se habrían reunido en un local de comidas rápidas de la zona. Los dos últimos se conocían de toda la vida. Se habían criado en Cildañez. Alguna que otra vez habían coincidido en una banda. Sin llegar a ser “compañeros”, un término que en el mundo del hampa no se le asigna a cualquiera. Juntos o separados, se dedicaban a lo mismo: entraderas, robo de autos y aprietes.
En el local de comidas rápidas acordaron devolver lo que aún conservaban del botín. El dueño de la casa dijo que su jefe -identificado por fuentes del caso con el apellido de Quirós- había puesto un límite de tres días para recuperar lo suyo. Vencido ese plazo había una sola posibilidad: morir.
Una primera versión indicó que Ojeda había traicionado a Aranda y que este le había jurado venganza. Sin embargo, en Cildañez los hechos se reconstruyen de otra manera.
Fuentes del barrio aseguran que el día pactado para la entrega del botín, Aranda pasó por la casa de Ojeda y retiró su parte. Pero al encontrarse con el negociador le habría comentado que su compañero había cambiado de opinión. Entregó los kilos de Ojeda diciendo que eran los suyos y se quedó con la parte que guardaba en su casa de Mataderos. Además, en su papel de fingir sus ganas de solucionar el problema, se habría ofrecido para asesinar a su cómplice.
El 25 de agosto de 2017 Ojeda sería acribillado a metros de su vivienda de Isidro Casanova. Tenía 30 años. Para los investigadores, el que disparó fue Aranda. Lo acompañaba “Dani”, quien también habría participado del intento de toma en la comisaría de San Justo (ver Los detenidos). En Cildañez, la villa en la que todavía vive la familia de "Nikito", se dice que había alguien más.
Ese acto le valió a Aranda el peor mote que le cabe a un ladrón. Pasó a ser visto como un “antichorro”. En la jerga, así se llama a los delincuentes que matan a un colega. Con otro agravante: el muerto era su compañero, a quien atacó por sorpresa. “Pará, ¿por qué me hacés esto?”, alcanzó a decir Ojeda tras recibir el primer disparo, según relató un testigo. Luego lo remataron.
Aranda y Ojeda asaltaron la casa de un narco, en un golpe entregado. Pero los descubrieron.
“Desde ese día Aranda se convirtió en 'una boleta caminando’. Ojeda robaba desde chico y era muy conocido en los barrios e institutos y penales por los que había pasado. En todas las cárceles hay gente de Cildañez esperando que llegue para matarlo”, contaron vecinos del joven asesinado.
Aranda tiene 22 años. Durante su adolescencia trabajó en un locutorio de la zona de Mataderos. Los "cañeros" de Cildañez cuentan que arrancó tarde en el hampa. Hizo de chofer en sus primeros robos y, no bien conoció a Zahira Ludmila Bustamante (19) -también detenida por el ataque a la comisaría-, se mudó de la villa. Su familia siguió en el barrio.
Mientras vivía en Cildañez, se dejaba ver en una esquina de la calle White, a metros de una carnicería. Paraba a una cuadra de la colectora junto a algunos de los acusados por el ataque a la comisaría y se mostraba con varios autos de alta gama. Todo cambió tras el crimen de Ojeda. Después de eso se habría escondido en La Boca. Estuvo prófugo hasta el 18 de abril de este año, cuando lo encontraron en la esquina de Eva Perón y Murguiondo. Fue trasladado a la 1° de San Justo sabiendo que ingresaría a cualquier penal con dos cará
tulas: la del homicidio y la de “antichorro”, impuesta por sus enemigos.
Esa condena a muerte anticipada, afirman en Cildañez, hizo que planificara un rescate a las apuradas, desesperado. “¿A vos te parece ir a una comisaría con pistolas? Hay que ir con fusiles, ametralladoras. Pero lleva tiempo conseguir esas armas. Y Aranda sabía que en cualquier momento podía ser trasladado y morir en la cárcel”, le explican a Clarín en una de las salidas de la villa, con la certeza de los que saben el final. ■