“Entre el juego y el delito hay una relación lineal, constante y estrecha”
Violencia e inseguridad se han constituido en una de las grandes preocupaciones ciudadanas, también de investigadores, funcionarios políticos, educativos y policiales, con gran repercusión en los medios de comunicación.
La gente siente miedo, se angustia y desespera en la búsqueda de soluciones para un problema que no comprende, y que lo tiene como potencial víctima de la irracionalidad de inadaptados, y la falta de respuesta por parte del Estado.
En la creencia de que algunas iniciativas pueden colaborar para superar este mal trago, los vecinos exigen legítimamente, más policías, equipamiento y cámaras de vigilancia; se enrejan, ponen alarmas comunitarias o individuales; concurren a marchas, reuniones con funcionarios políticos o policiales, firman petitorios exigiendo leyes más duras, menos permisividad de los jueces en las excarcelaciones. Pese a esas acciones, estudios y propuestas, las soluciones se hacen más ilusorias y lejanas, y la inseguridad se expande por todo el cuerpo social.
Salideras, motochorros, robos y palabras del mismo tenor pasan a engrosar nuestro léxico diario y se constituyen en motivo de las charlas cotidianas, ocultando los verdaderos males que nos aquejan, como son los ajustes, tarifazos e injusta acumulación de la riqueza. Los expertos exponen sus diagnósticos, las unidades académicas confeccionan mapas del delito y el Estado anuncia reformas legales, policiales, procedimentales y todas las que quiera imaginar, sin que nada cambie.
¿ Qué ha pasado en unos pocos años para que la violencia se haya desmadrado? Rara vez, en el debate sobre esta problemática, se pone en el centro del mismo las razones que provocaron este descalabro; menos se intenta mostrar la relación directa entre el juego y el incremento de la criminalidad. Desde que en el país se difundieron las salas de juego, prohijadas por el Estado nacional, provincial o municipal, en acuerdos con empresas extranjeras y nativas, los índices delictuales no han parado de crecer.
Ello no es una rareza o una anomalía imprevista, ya que toda la bibliografía al respecto deja patente la relación lineal, constante y estrecha, entre juego y delito. Basta como ejemplo, investigaciones de la Universidad de Illinois EE.UU., determinaron que en un periodo de 20 años las ciudades estadounidenses que cuentan con casinos aumentaron en 44% su índice delictivo. El diario New York Times, señala que en Delta Town, a partir del establecimiento de casinos, no se erradicó la pobreza ni ha mejorado el nivel de vida; en cambio sí subió la criminalidad en esa área. Un análisis en Nueva Zelanda, estableció que si se abren casinos en las zonas urbanas de ese país la criminalidad aumentaría un 52%. Estos datos, son un espejo en donde nadie quiere mirarse, sobre todo en una ciudad con índices delictuales altos, al que hay que darle una respuesta. Muchos se rasgan las vestiduras y poco hacen para desarmar el huevo de la serpiente. Todos los días, jóvenes y sectores de menores recursos van a dejar en esas salas sus magros ingresos y deben volver a sus casas con los bolsillos flacos y la desesperación a flor de piel. En ese contexto, el aumento de la delincuencia es un daño colateral, que nadie quiere afrontar y menos desterrar.
Si algún funcionario o candidato habla de combatir el delito y no se refiere al juego, no le crea nada, por cuanto nada se logrará si no se controlan estas salas.