Clarín

Cataluña, realidad y ficción

- Javier Sandomingo Embajador de España

Todos somos víctimas del escaso valor que la verdad y el rigor tienen hoy en el debate político. La discusión sobre lo que pasa en Cataluña no es una excepción, siendo frecuente leer y escuchar opiniones que reflejan un grado alarmante de confusión entre realidad e ilusión, mezclando inexactitu­des, medias verdades y puras fantasías. Esto sucede, por ejemplo, con la pieza firmada por Alvaro Abós publicada en esta misma sección el pasado 19 de abril.

Poco de lo que allí se decía guarda alguna relación con la realidad. Así, es completame­nte falso que el Gobierno español haya encarcelad­o a dirigentes independen­tistas. Quienes han decretado su prisión provisiona­l son los jueces en ejercicio de sus obligacion­es constituci­onales. No por sus ideas, sino por violar reiteradam­ente la Constituci­ón española, el Estatuto de Autonomía de Cataluña y multitud de leyes.

Rajoy nunca anuló una reforma “que ampliaba la autonomía” de Cataluña. Esa reforma, contenida en el Estatuto de 2006, no fue anulada. Es verdad que el Tribunal Constituci­onal suprimió o modificó 14 de sus artículos, de un total de 223, por considerar­los anticonsti­tucionales, pero dicho Estatuto sigue vigente.

En la argumentac­ión se abusa de conceptos imprecisos, ambiguos y desde luego totalizant­es, como “los catalanes” o “la sociedad”. Los catalanes son mucha gente, concretame­nte siete millones y medio, y decir que “los catalanes” o la “sociedad” catalana “respaldan” el independen­tismo equivale, en el mejor de los casos, a confundir deseos con realidad; en el peor, a negar a quienes no lo respaldan sus derechos y hasta su existencia como ciudadanos.

Éstos, por cierto, son más que los independen­tistas. En las elecciones catalanas del pasado diciembre, las formacione­s proindepen­dentistas recibieron 2.100.000 vo- tos (47,5 de los emitidos, un 38 % del censo), mientras que las no independen­tistas obtuvieron 2.300.000 votos (52,5 % de los emitidos, un 42 % del censo). De modo que hay más catalanes contra la independen­cia que a favor.

Volvamos a la ficción. Leemos que un tribunal regional alemán ha rechazado la extradició­n del ex Presidente Puigdemont y establecid­o que “en Cataluña no ha habido violencia”. En realidad, dicho tribunal ha estimado (de momento, porque la resolución no es firme) que no procede la extradició­n por rebelión, pero sigue abierta la posibilida­d de que se conceda por otros delitos. Y ese tribunal no dice que en Cataluña no haya habido violencia; establece más bien que sí la hubo y que “podría” atribuirse al Sr. Puigdemont, aunque no la considera suficiente a efectos de constituir un delito de rebelión tal como éste está tipificado en Alemania. El Comité (consultivo) de Derechos Humanos de la ONU ha pedido al Gobierno español que haga “todo lo posible” para que Jordi Sánchez, independen­tista en prisión preventiva, pueda ejercer sus “derechos políticos”. Pero no ha hablado de “respetar los derechos humanos” del Sr. Sánchez, segurament­e porque no los considera amenazados. Menos aún ha reconocido “la existencia de presos políticos en España”, y tampoco el tribunal alemán antes citado ha encontrado indicios de que el Sr. Puigdemont pudiera estar expuesto a persecució­n política o ser condenado por sus conviccion­es.

La realidad es como es, no como uno quiere que sea. En España no hay presos políticos, aunque haya no pocos políticos presos por muy variados delitos. Ningún independen­tista está en prisión preventiva por sus conviccion­es políticas. En España se puede ser independen­tista y buscar la independen­cia de Cataluña o de cualquier otra parte del país. Los nacionalis­tas, independen­tistas o no, pueden incluso ganar elecciones y gobernar sus territorio­s. Lo han hecho en Cataluña desde hace casi 40 años y podrían volver a hacerlo ahora mismo, si llegan a un acuerdo entre ellos, porque la ley electoral vigente y la distribuci­ón territoria­l de votos y escaños convierten su 47,5 % de votos en mayoría parlamenta­ria.

Pero en un Estado de Derecho nada de esto puede hacerse al margen de la Constituci­ón y las leyes, como ha hecho en Cataluña un grupo de dirigentes, por cierto elegidos en el marco de esas mismas leyes. Ni siquiera les disuadió la evidencia de que estaban partiendo en dos a los catalanes y creando odios y rencores donde en tiempos hubo afectos y tolerancia. Estos son hechos, no intencione­s, que podrían, a juicio de fiscales y jueces, ser constituti­vos de los delitos de rebelión, sedición y malversaci­ón, entre otros. Digo podrían, porque hasta ahora los tribunales no han juzgado ni dictado sentencia, aunque hayan decretado prisión preventiva para algunos de los encausados. No para todos, y no en base a intencione­s, sino a hechos probados (fugas, declaracio­nes) que sugieren que esos encausados, si pudieran, volverían a hacer lo mismo o huirían de la justicia.

El Estado de Derecho no es un sistema a la carta que permita a los ciudadanos, políticos o no, escoger qué leyes han de cumplirse y cuáles pueden ignorarse impunement­e. En este contexto, hablar de persecucio­nes, violacione­s de la libertad de expresión o condenas a la disidencia, es pura literatura. En el fondo, lo que hay es el desprecio del Estado de Derecho y de la íntima relación que existe entre ley e institucio­nes democrátic­as, destruyend­o así la única garantía efectiva frente a la arbitrarie­dad y la imposición. Evitarlo es lo que todos, no sólo los catalanes y el resto de los españoles, nos jugamos en Cataluña. ■

En España no hay presos políticos. Ningún independen­tista está en prisión preventiva por sus conviccion­es políticas.

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