Clarín

El corte de pelo que se volvió una tortura

- Sfesquet@clarin.com

Más que llorar, gritaba. Los gritos eran desgarrado­res, estremecía­n el alma, y perforaban los tímpanos. No tendría más de 3 años el nene y lo que intentaban era cortarle el pelo.

El se defendía, casi literalmen­te, con uñas y dientes. Movía tanto la cabeza para arriba, para abajo, para los costados que era imposible no pensar en qué momento la tijera terminaría incrustada en la nuca, la frente o las orejas. La peluquería entera - no precisamen­te infantil- estaba pendiente de las alternativ­as del corte. El chiquito, hay que decirlo, estaba muy bien acompañado: padre, madre, y dos hermanos mayores. Quizás eso fuera parte del problema.

Si se hubiera tratado de un simple corte en un varón de esa edad al que, la verdad, no era tanto el pelo que le sobraba, la cosa no hubiera pasado a mayores. Un mechón por acá, otro por allá, y listo. Con un peluquero diestro, dispuesto y archipacie­nte como el que lo estaba atendiendo, en unos minutos el tema habría quedado resuelto. Pero no: la madre estaba empeñada en un corte –y no particular­mente sentador- parecido al de vaya a saberse quién. Y entonces cuando uno interpreta­ba que la faena estaba completa, y el chico podía ya cerrar la boca y quedarse tranquilo, las tijeras y la máquina cero volvían a empezar.

La verdad, a esa altura, era una tortura no sólo para el crío sino también para todo el resto de los clientes. Cuando al cabo de unos tres cuartos de hora ella se dio por satisfecha, se paseó con el nene por todo el salón, diciéndole, “sí, sí, saludá ahora, porque con el lío que armaste...”. A veces no queda muy claro quién debería educar a quién.

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