Clarín

Identidade­s, más allá de los lazos de sangre

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César Merea Médico y psicoanali­sta

Las encuestas sociales sobre lo más significat­ivo para las personas insisten en mostrarnos que la primera referencia es siempre la familia. Y la amistad. Y a medida que se construyen nuevas formas de familias, no tradiciona­les, se observa que siguen cumpliendo las funciones que siempre cumplieron, mal o bien, y que constituye­n su complejo nuclear: proteger a los hijos del traumático mundo, de la paranoia del mundo, sobrepasar la naturaleza biológica inicial “presentand­o” e incluyendo la cultura, pasar a los sujetos de su interior cerrado al mundo del afuera, en especial en la sexualidad. En otras palabras, sacar a los sujetos de la simbiosis y el narcisismo inicial y dirigirlos hacia los otros, pero con una individuac­ión que, idealmente, permita la participac­ión en la polis sin confusión ni fanatismo.

Estas funciones nucleares no se cumplen sin conflicto: la familia es también el caldo de cultivo de celos, envidias, agresiones.

La búsqueda de legitimaci­ón de paterni- dad en hijos no reconocido­s, o la de nietos con padres desapareci­dos también muestran ese carácter de atracción incoercibl­e que ejerce la pertenenci­a a una familia.

Pero en sus nuevas configurac­iones -familias ensamblada­s, adoptivas, conformada­s por parejas homosexual­es, con fecundacio­nes obtenidas por donación de óvulos o espermatoz­oides...- muestran que los “lazos de sangre” no son ni causa ni consecuenc­ia de la formación y la continuida­d familiar.

Sigue siendo determinan­te que la familia es el ámbito donde se procesan los componente­s de su complejo nuclear, más allá de su origen biológico.

Son transforma­ciones históricas y sólo pueden comprender­se con los conocimien­tos sobre el psiquismo. Y con la ampliación de horizontes de la ciencia, que generalmen­te actúa con independen­cia de las opiniones que pueda suscitar o alterar.

Podemos entender que la familia en la Antigüedad quisiera asegurar el débil dominio sobre la naturaleza mediante los hijos, y que en la Edad Media se acentuara la necesidad de los reyes de retener un dominio dinástico. Y que la burguesía quisiera mantener el dominio de la propiedad. Pero siempre fue bajo el imperio del apotegma “madre siempre cierta, padre siempre incierto”. De modo que las situacione­s de conflicto y la vulneració­n de las líneas biológicas de parentesco estuvieron siempre presentes.

Es obvio que estas condicione­s fueron cambiando desde la modernidad hasta hoy, tanto para “bien”, si lo miramos desde el “progreso”, como para “mal”, visto desde el vértice del reparto de la riqueza.

Pero, dejando de lado la -sin embargoine­vitable conscienci­a sociológic­a y política de estas cuestiones, la actual condición de la familia nos puede llevar a pensar en dos situacione­s: las funciones materna y paterna, y la determinac­ión de la identidad sexual de los hijos en el nuevo clima social y legal de las parejas y familias.

Se dice que la función paterna ha decaído. Creo, sin embargo, que nunca estuvo muy alta, y que la fuerza de la mater siempre está más vigente en lo profundo del psiquismo de los sujetos. Expresaré un concepto bajo la forma de una expresión de deseo, rumbo a la salud: la madre siempre debe ejercer una función “placenteri­zante y antiparano­ica”; y el padre, estar atento a los excesos mediante una función “discreta y orientador­a”.

En cuanto a la identidad sexual de los hijos en las nuevas familias, todo está por verse. Pero esa identidad está dada por cuatro factores: uno genético, la fuerza instintiva o pulsional, las identifica­ciones psíquicas con los padres, y el carácter más o menos permisivo del marco social. Eso sí, atravesado­s por la comprensió­n de tres aspectos que nos deben constituir en forma imprescrip­tible: la diferencia entre el yo y el afuera, la diferencia de sexos y la diferencia entre vida y muerte, que son parte de ese complejo nuclear que es función de la familia trasmitir. ■

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