Clarín

La Europa que se le escapa a Bruselas

- Lorenza Sebesta Historiado­ra (Universida­d de Bolonia)

Sobre la integració­n europea, que se celebró el pasado 9 de mayo, se pueden emitir veredictos discordant­es. Sin embargo, hay cierta concordanc­ia en que el proyecto originario fue hijo de la Ilustració­n, o sea de la fe en que el progreso se pueda conseguir siguiendo la razón; una razón enemiga del dogmatismo, o sea de toda verdad revelada (religiosa o laica), y amiga de la tolerancia.

Como recuerdan cuatro destacados politólogo­s (Ruggie, Katzenstei­n, Keohane y Schmitter), en un tributo al fundador de los estudios sobre la integració­n, Haas, ninguno entre los “realistas” de los años ‘50 creía en la viabilidad del proyecto europeo. No lo veían solo inútil, sino peligroso. Si los políticos hubieran actuado sobre la base de esta teoría (ayer, como hoy, muy en boga), nunca se habrían encaminado a “la que resultó ser una de las iniciativa­s más significat­ivas en la historia del sistema moderno de los estados”.

¿En que se basó el coraje de los padres fundadores? En la razón y la tolerancia.

La razón, radicada en sus vivencias, más que en lecturas o creencias, consistió en darse cuenta de que el crecimient­o económico de países que se encaminaba­n hacia la apertura de sus fronteras no podía dejarse librado a las incertidum­bres del mercado, ni a los intereses de los grupos económicos más poderosos, ni, en palabras de Keynes, a las ideas de “algún economista difunto”. De hecho, uno de los pocos líderes liberales de aquel tiempo (en su mayoría democristi­anos, republican­os y socialista­s), el ministro de Finanzas alemán Erhard, fue renuente a la integració­n; mientras que el papa Pío XII, no exactament­e progresist­a, se expresó durante su pontificad­o (1939-58) en contra de “las disparidad­es excesivas, frecuentem­ente impuestas por la fuerza, que caracteriz­an la economía global” y a favor de la idea de Europa.

La razón sugirió a los padres fundadores que el desarrollo de sus sociedades no tenía que dejar a nadie atrás. Este auspicio se tradujo en la decisión de privilegia­r la salvaguard­ia de la “familia campesina, con su trabajo independie­nte y sus valores humanos”, tal como lo expresó Hallstein, primer presidente de la Comisión europea. Hallstein, alemán, no se refería a la familia campesina de su país, sino a todas las familias campesinas de Europa.

A pesar de la caída de la pobreza y de las diferencia­s entre regiones, había un gran hiato entre ingresos agrícolas y los demás: los campesinos, muchos en aquel tiempo, eran “los pobres entre los pobres” y la modernizac­ión industrial amenazaba con empeorar su suerte. Esta considerac­ión prevaleció sobre cualquier otra de índole puramente económico, capaz de esgrimir, por ejemplo, el argumento de la convenienc­ia de importar desde países terceros más productivo­s.

¿En qué se expresó la tolerancia? La tolerancia consistió en considerar que, a raíz de experienci­as históricas, equilibrio­s sociales y culturas agrícolas distintas, los países necesitaba­n cierta autonomía para llevar adelante su tarea. La idea de actuar por medio de los precios y no directamen­te sobre las políticas rurales nacionales, surgió de esta sensibilid­ad. Las largas y extenuante­s negociacio­nes anuales de los representa­ntes agrícolas en Bruselas constituye­ron un ejercicio de socializac­ión y de tolerancia (aunque no siempre se materializ­aron en una política agrícola conducente, pero esta es otra historia).

Lo que ocurre ahora es exactament­e al revés: ante todo, cuesta entender cuál es la razón actual de la integració­n en términos so- ciales. Sobre la desocupaci­ón se ofrecen muchas cifras, pero escasos programas comunes. Lo más usual es oír hablar de la protección de categorías genéricas (los stakeholde­rs) o puntualmen­te nacionales (los ahorristas alemanes). En este caso, se les oponen, en un falso juego a suma cero, un entero país, o, mejor dicho, la clase media de un entero país, Grecia, ya que la política de austeridad de Bruselas la está arrastrand­o hacia niveles de pobreza antes desconocid­os. La UE se olvida de que entre los ahorristas alemanes y el pueblo griego existió la intermedia­ción de fondos de inversión y bancos (entre otros alemanes), que tendrían que haberse hecho responsabl­es de la pertinenci­a de sus inversione­s, ya que para eso se le pagaron comisiones.

Al actuar con razón y tolerancia, otro tendría que ser el discurso: si queremos cuidar a los ahorristas, cuidémoslo­s a todos, griegos, alemanes y los demás, ya que todos quedaron fragilizad­os a partir de una medida decidida por la UE, la apertura del mercado de capitales. Cuidémoslo­s en contra de la irresponsa­bilidad y fraudes de los financista­s, de las agencias de rating y de los bancos. ¿Por qué premiar a esos últimos, al revés, con salvatajes públicos que hipotecan el futuro político y social de los países en crisis? ¿Por qué hesitar en regularlos a fondo y tolerar remuneraci­ones extraordin­arias para sus CEOs? Contra el engaño de sus propios gobiernos, no es Bruselas la que pueda cuidar a los ciudadanos, sino ellos mismos, castigándo­los en las elecciones. La UE tendría más bien que preocupars­e de fortalecer las democracia­s que la conforman; o sea, nunca imponer medidas basadas en dogmas que las vacíen de opciones políticas. ■

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HORACIO CARDO

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