Clarín

La felicidad como una obligación política

- Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

Los opuestos crean identidad. Por eso, intuyo, lo primero que recordé al conocer la historia de Norberto fueron algunas narracione­s de pura cercanía. En un libro de ensayos fotográfic­os, la imagen de una mujer que nunca había viajado más allá de su pequeño pueblo. Su piel tenía el color de la tierra y sus ojos reflejaban felicidad, no frustració­n. Luego recordé una conversaci­ón. Cuando era chico, una mujer del barrio se quejaba ante mi mamá por su suerte: su hija se había ido a vivir desde Rosario a Zárate y ella desesperab­a por esos 200 kilómetros que le resonaban a medida inhumana.

Hay gente sedentaria por naturaleza. Y otra nómade -se queda sin oxígeno si no comprueba la vastedad del mundo-. Pero ni estos terminan de abarcar la idea de mandar a sus hijos a tierras remotas sin familia. Es cierto que la guerra todo lo trastoca y lo que parece tenebroso se transforma en puro deseo si ese chico se ve afectado por las bombas o una violencia irrefrenab­le. En ese caso, muchos subirían -subiríamos- los hijos a los barcos.

Aquí sorprende el después. En la Rusia soviética la felicidad era obligatori­a, pretender irse se leía como traición. La primera esposa de Norberto regresó a España en una operación de la Cruz Roja en 1956. Carmen, la hija de ambos que la acompañaba, recuerda el odio de su madre al Partido Comunista, justamente por haberlo vivido tan de cerca. En cierto momento los cuidaron, pero a costa del libre albedrío. Y algunos de aquellos chicos se quedaron en Rusia y -ya en sus noventas- han tenido buenas vidas. Generaliza­r es difícil pe- ro pequeños fragmentos de la historia son un indicio de lo que muchos otros sufrieron.

La distancia de los hechos suele ser buena consejera. Pensemos aquel mundo español de los años treinta: imposible convivenci­a entre “rojos” y religiosos, entre republican­os y falangista­s. Años de fusilamien­tos, muchos más de incomprens­ión. Golpe de Estado, caudillism­o por la Gracia de Dios -que ni enterado estaba-, dictadura por décadas. ¿Qué dirían hoy estos actores si vivieran? ¿Sentirían que sus odios tuvieron significad­o, que generaron el futuro que imaginaron o se darían cuenta de que una gran parte de la lucha fue una caza al otro por ser diferente?

A nuestros hijos les solemos enseñar que antes de enojarse respiren profundo y piensen de nuevo, si vale la pena sentir tanta bronca. Olvidamos -eso sí- decirles que la fórmula también debiera aplicarse a los adultos. Aunque rara vez la aceptemos.

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