Clarín

Cambiemos, ¿una vuelta a las fuentes para ampliar los márgenes?

- Andrés Malamud

No quiero en mi gobierno gente que esté siempre de acuerdo conmigo. Quiero gente que me saque de la zona de confort”. Esto declaró Barack Obama a la revista Time en junio de 2008, meses antes de ser electo presidente. Su modelo era Abraham Lincoln, que al asumir la presidenci­a en 1861 designó en su gabinete a los tres hombres que había derrotado en la interna del partido republican­o. Con la ayuda de William Seward, Salmon Chase y Edward Bates, que hasta entonces lo despreciab­an, Lincoln ganó la guerra de secesión y abolió la esclavitud.

Esta historia está narrada magistralm­ente en “Equipo de rivales”, el libro de Doris Kearns Goodwin que inspiró la película Lincoln, dirigida por Steven Spielberg.

Obama fue coherente con su prédica. Su vicepresid­ente, Joe Biden, lo había enfrentado en las primarias del partido demócrata. Hillary Clinton llegó más lejos: era la favorita de la dirigencia y luchó hasta el final, demorando en reconocer la derrota. Sin embargo, Obama la designó secretaria de estado, el cargo más importante del gabinete. También retuvo como secretario de defensa a Robert Gates, nombrado por George Bush. Sí, Bush II: el presidente que lanzó la guerra contra Irak, a la que Obama se había opuesto desde el senado de Illinois.

Mauricio Macri siempre reconoció en Obama una de sus fuentes de inspiració­n. En diciembre de 2016, conversand­o con un ministro de su máxima confianza, noté un único titubeo: fue cuando, ante los repetidos elogios a un Obama que había visitado Argentina ese año, le hice notar que los demócratas habían perdido las elecciones y su legado era Donald Trump. La hesitación, que duró un pestañeo, me hizo sospechar que al mejor equipo de los últimos cincuenta años le habían corrido el arco sin avisar.

Pero Macri empezó como Obama. Eligió como vice a una dirigente que se sublevó contra su decisión, enfrentand­o la precandida­tura de Rodríguez Larreta a la jefatura del gobierno porteño. Con inteligenc­ia estratégic­a y amplitud de criterio, el futuro presidente procesó la disidencia de Gabriela Michetti y armó una fórmula, si no con una rival, al menos con una rebelde.

Lo mismo hizo con Ernesto Sanz y Lilita Carrió, sus derrotados contrincan­tes en la interna de Cambiemos, a los que ofreció respectiva­mente un ministerio y una cabeza de lista en la siguiente elección. Coronó la estrategia con un gabinete en el que descollaba­n los nombres de Alfonso Prat Gay y Susana Malcorra, ministros que gozaban de carrera autónoma y criterio propio, y el de Lino Barañao, el ministro que mantuvo de Cristina.

Inicialmen­te la selección funcionó bien. Jugaba lindo y hacía goles: levantamie­nto del cepo, normalizac­ión del INDEC, reparación histórica y recalibrac­ión de la política exterior. Sin embargo, al final del primer tiempo se notaban desajustes: algunos jugadores perdían la marca, otros jugaban para la tribuna y, con el rival desarmado, comenzó la pesadilla de los goles en contra. El técnico reaccionó con cambios y llegó al entretiemp­o goleando, pero el equipo tenía mecha corta: apenas empezó el segundo tiempo se comió varios goles que lo despabilar­on. Los cambios estaban mal hechos.

¿Qué había pasado? Casi sin darse cuenta, el equipo de rivales se había transforma­do en un equipo de homogéneos. El núcleo duro del gobierno fue raleando a los que lo sacaban de la zona de confort. Las voces disonantes se acallaron, pero la coordinaci­ón no mejoró. Apagaron las luces de alarma sin resolver los problemas que las habían encendido. Cierto: es fácil identifica­r los errores después de que ocurrieron, pero la homogeniza­ción era evidente desde antes y había sido señalada por protagonis­tas y por observador­es. En el Gobierno operó un mecanismo psicológic­o conocido como disonancia cognitiva, que consiste en la aceptación simultánea de dos creencias contradict­orias: identificá­ndose sinceramen­te con Obama, practicaba­n inadvertid­amente lo contrario.

Las mesas de coordinaci­ón política y de gestión quedaron reducidas a seis personas: Macri, Peña, Larreta y Vidal en la primera, Macri, Peña, Quintana y Lopetegui en la segunda. La CABA y la Provincia de Buenos Aires adentro, el Congreso y las demás provincias afuera. Para un gobierno de minoría como el del Cambiemos, desestimar a la mayoría se demostró inconvenie­nte.

La combinació­n de homogeneid­ad interna con minoría externa redujo la calidad de las decisiones y la eficacia para implementa­rlas.

Los científico­s saben que la biodiversi­dad es una ventaja: aumenta el abanico de posibilida­des vitales y favorece la adaptación de las especies. Del mismo modo, la diversidad es positiva en los grupos sociales.

En su libro “La Sabiduría de los Grupos: Por qué los muchos son más inteligent­es que los pocos”, James Surowiecki muestra que, en ciertas condicione­s, un conjunto de decisiones independie­ntes produce un mejor resultado colectivo. Ese resultado es superior tanto a las decisiones individual­es como a la que surgiría de una deliberaci­ón centraliza­da.

El liderazgo es importante, pero no para mandar sino como soporte. Por un lado, garantiza tres condicione­s necesarias: diversidad de opinión, independen­cia de criterio y descentral­ización de fuentes. Por el otro, agrega las decisiones individual­es en una decisión colectiva. En otras palabras, los resultados del liderazgo mejoran con la diversidad, no con la homogeneid­ad.

El retorno de Emilio Monzó, Rogelio Frigerio, Ernesto Sanz y Gerardo Morales a la mesa de decisiones rescata al Congreso, a las provincias y a los partidos y enriquece al Gobierno. Lo que falta son mujeres: la mitad de la población argentina sigue siendo minoritari­a en la mesa del poder. La buena noticia es que hay mucho potencial disponible. Ojalá que la ampliación siga la hoja de ruta diagramada por Obama y Justin Trudeau, y no por la AFA. ■

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