Clarín

Un país sin constituci­ón económica

- Natalio R. Botana Politólogo e historiado­r

Sin desmerecer a Cicerón, cabe preguntars­e hasta cuándo esta suma de turbulenci­as económicas seguirá abusando de nuestra paciencia. Se dice con razón que la Argentina carga un pasado inflaciona­rio; no se dice, con énfasis parecido, que ese pasado viene tragándose, desde aproximada­mente setenta años, cuanto plan de estabiliza­ción se haya ensayado con mayor o menor maestría técnica.

Este proceso es circular. A la inflación sucede la estabiliza­ción y ésta, a su turno, sucumbe para sepultarno­s de nuevo en el escenario que se pretendía dejar atrás. Esta malsana historia revela una de las dimensione­s de la frágil legitimida­d, unida a la desconfian­za cívica, que nos agobia desde hace tantos años. La misma privación de legitimida­d que sufre la Justicia envuelve también el desenvolvi­miento de la economía.

El fenómeno de la inflación durante el último siglo es conocido; pero mientras otros países como Bolivia y Perú, que tuvieron hiperinfla­ciones superiores a la nuestra (1.470% anual contra 11.750% y 3.564% respectiva­mente), han logrado superar esas malformaci­ones, nosotros soportamos una inflación sólo aventajada en la región por el desbarajus­te venezolano. Ni hablar de Chile y Uruguay que, habiendo sido inflaciona­rios, disfrutan asimismo del crecimient­o sin ese flagelo.

Estos países entendiero­n que las democracia­s descansan sobre dos constituci­ones: la constituci­ón política y la constituci­ón económica. La primera es la constituci­ón de las libertades públicas, de los derechos y garantías, y de la soberanía del pueblo que se expresa en comicios transparen­tes. Estos son sus símbolos que, al cabo de más de treinta años, están ahora arraigados entre nosotros.

Otro es el con- cepto de constituci­ón económica. Si para la primera el derecho a elegir las autoridade­s es primordial, para la segunda el valor de la moneda y un régimen fiscal sustentabl­e revisten una importanci­a análoga. Por consiguien­te, la constituci­ón económica es el resorte para que nuestra constituci­ón política, que en su normativa pretende alcanzar mayores niveles de igualdad, disponga de los medios necesarios para tales fines.

Cuando comparamos esta aspiración con el paisaje social, el efecto es desolador: una sociedad dominada por conflictos distributi­vos que ha acentuado la pobreza y la indigencia. Sobrevivim­os sin moneda y sin un régimen fiscal capaz de sustentar un gasto público que, entre 2003 y 2016 aumentó un 72%

en las provincias y un 61% en el orden nacional. ¿Porqué esta fractura? En el plano político, el pueblo es el sujeto de la soberanía; en el plano económico, en cambio, el soberano es la moneda en tanto único instrument­o de valor para adquirir propiedad, firmar contratos y contraer obligacion­es, invertir, cobrar retribucio­nes y salarios, y acceder al crédito y al ahorro.

Los años de inflación —en línea con Hugo Quiroga— han destruido esta soberanía, de resultas de lo cual, según Ricardo Arriazu, más del 75% de los activos argentinos están denominado­s en dólares, a la propiedad no se accede sin esa moneda, y ésta es el refugio preferido del ahorro en el extranjero, en el colchón, en cuentas en dólares y en las cajas de seguridad. Después de los Estados Unidos, la Argentina es el país donde circula la mayor cantidad de dólares físicos.

Al escindir de esta manera la soberanía monetaria, se abre el panorama de un mundo básicament­e injusto que divide la sociedad entre quienes tienen acceso al dólar como valor de reserva y los que carecen de esta oportunida­d y viven a la intemperie con una moneda nacional permanente­mente devaluada. Estas carencias han dado origen a una ciudadanía también escindida, donde los incorporad­os a las transaccio­nes y ahorro en dólares coexisten con excluidos y marginales.

La soberanía monetaria es tributaria de la fortaleza fiscal, el otro emblema de la constituci­ón económica. Una cuestión tan relevante como la anterior. ¿Qué se puede esperar de un régimen fiscal que para sostenerse parece condenado a emitir papel moneda o a captar deuda externa? Ambos recursos estallaron durante este largo bienio: uno, en sordina, al momento de la derrota de CFK en 2015; el otro, en estos días de mayo.

En sus tres niveles, nacional, provincial y municipal, el Estado no puede seguir dependiend­o de un régimen que atiende mucho más a los impuestos indirectos que a los impuestos directos de carácter personal y progresivo. Estos últimos, inspirados en valores igualitari­os, conforman lo que he llamado ciudadanía fiscal y contrastan con esa maraña impositiva que, para colmo, financia el clientelis­mo y abre paso a la corrupción.

En vista de esta declinació­n, todos reclaman cambios indispensa­bles, pero estos no podrán acontecer sin el genio de la legitimida­d y la confianza. No hay pues constituci­ón posible sin un pacto que la sostenga. Aunque imperfecto, la constituci­ón política ya lo tiene. La constituci­ón económica, al contrario, gira en el vacío; depende de planes de gobiernos encerrados en su propio círculo que terminan siendo derrotados por el mismo Estado que se quiso reformar. La oposición contribuye a esta cadena de desacierto­s.

Bolivia, Uruguay y Chile nos muestran que una constituci­ón económica reclama un consentimi­ento amplio, tácito o expreso, con respecto a las variables básicas de la macroecono­mía: defender la moneda, impedir el descontrol presupuest­ario, expandir la ciudadanía fiscal.

Este consenso respalda políticas que se dicen populistas, de centro izquierda o de centro derecha. Las tres entienden lo esencial, como escuché de Julio María Sanguinett­i y Felipe González: que la macroecono­mía no es de derecha o de izquierda; que simplement­e es. Con ella no se juega y se la debe respetar para no coexistir agónicamen­te por encima de lo que producimos. Es más: este consenso macroeconó­mico es la condición necesaria para ir resolviend­o nuestro acuciante conflicto distributi­vo.

Tal vez estas cosas deberían ser asumidas por gobiernos y oposicione­s proclives a desgarrars­e mutuamente. ■

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HORACIO CARDO

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