Clarín

Una vinculació­n inquietant­e para Cristina Kirchner

- Claudio Savoia csavoia@clarin.com

La línea de puntos invisibles que unían la violenta muerte del fiscal Alberto Nisman con la ex presidenta-Cristina Kirchner, emergió al fin ayer, con el fallo de la Cámara Federal porteña que convalidó la tesis de que el ex fiscal de la UFI AMIA fue asesinado a causa de la denuncia que había presentado en tribunales cuatro días antes y que estaba a punto de explicar ante la Cámara de Diputados. Ese texto radiactivo -que el gobierno kirchneris­ta logró mantener sosegado durante dos años- la apuntaba como encubridor­a del peor atentado terrorista en la historia argentina.

El disparo de la pistola Bersa que llegó a la torre Le Parc en las manos del asistente informátic­o de Nisman, Diego Lagomarsin­o, acabó con la vida del fiscal y sumió a la Argentina en un shock político y emocional que sólo dio paso al estupor ante el vacilante avance de la investigac­ión de aquella muerte, que aún entre sus idas y vuelvas iluminó una nube de espías de varias fuerzas de seguridad merodeando al ex titular de la UFI AMIA y a su trabajo.

También dejó entrever un formidable operativo oficialist­a para coagular el escándalo que en cuestión de días se había duplicado: la Presidenta había sido denunciada por favorecer a los acusados del ataque a la mutual judía en 1994, y su acusador había aparecido muerto en su casa. Pese a la estruendos­a vinculació­n de ambos hechos, sólo ahora -tres años y medio después- la Justicia se dispone a investigar ese nexo.

Sin aventurar afirmacion­es trasnochad­as sobre el rol de Cristina en la muerte de su denunciant­e, el mínimo gesto de responsabi­lidad judicial indicó siempre que ella debía ser convocada, como mínimo en calidad de testigo. Hasta Hollywood nos enseña cuál es la primera pregunta a los conocidos de un asesinado: “¿Tenía enemigos? ¿Alguien podría tener motivos para hacerle daño?”

Para desdibujar aquellos puntos que comenzaban a alinearse, la Presidenta se movió rápido y sin remilgos. Lejos de enviar el pésame a la familia de Nisman, intentó disputarle el papel de víctima en una recordada - ¿bizarra?- cadena nacional en la que apareció vestida de blanco y sentada en una silla de ruedas para provocar alguna compasión o empatía entre los boquiabier­tos argentinos.

En aquellos días, recordemos, se contradijo afirmando que el fiscal se había suicidado, para decir casi de inmediato que se trataba de un crimen. Fueron horas de confusión. Luego comenzó el operativo demolición sobre la vida y la memoria de Nisman, poniendo en duda su honestidad en la fiscalía, o tapándolo de rumores sobre su supuesta promiscuid­ad sexual con jovencitas modelos, y a la vez de suspicacia­s sobre un eventual vínculo sentimenta­l con el dueño del arma matadora, su asistente informátic­o Diego Lagomarsin­o.

Mientras, se puso a todo el poder del Estado al servicio de embarrar la investigac­ión de la muerte, y detener la de su denuncia. Con la inestimabl­e participac­ión de fiscales y jueces que se prestaron a esas maniobras, ambos objetivos se lograron durante casi dos largos años.

Recordemos a la fiscal Viviana Fein y a la jueza Fabiana Palmaghini, que ni siquiera pudieron establecer cómo había muerto Nisman; al juez Daniel Rafecas, que archivó la denuncia del fiscal muerto, y a los camaristas Eduardo Freiler y Jorge Ballestero, que ratificaro­n su decisión. Pero más recordemos a los jueces de Casación Gustavo Hornos y Mariano Borinsky, que en diciembre de 2016 levantaron aquella lápida; al juez Julián Ercolini, que heredó el expediente de la muerte de Nisman cuando pasó al fuero federal, y al fiscal Eduardo Taiano, que condujo el caso hasta ahora. A Sandra Arroyo Salgado y a sus hijas Iara y Kala, que con perseveran­cia lucharon por limpiar la memoria de su ex marido y papá. Y a Pablo Lanusse, ex colega de Nisman y abogado de su madre, quien con su apelación logró que la tenue línea de puntos ayer quedara pavimentad­a. ■

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