Lo de España es grave, pero el verdadero drama está en Italia
Mariano Rajoy fue desplazado de la presidencia de España y el episodio debería terminar ahí, como un hecho de enorme gravedad, pero factible por las propias tensiones internas que acorralaron a su gobierno. No es así o no lo ha sido tanto. El enredo en el vecindario europeo le agrega cuotas de levadura a una crisis que se suma inevitablemente como un ejemplo más de esta saga de inestasbilidad que atasca tanto al continente como a su moneda. “Europa está en el borde del precipicio, los dedos de los pies ya están en el vacío”, acaba de describir sin sarcasmos el ex titular de Exteriores alemán Joschka Fischer. El temblor lo hizo más evidente la vecina Italia en las mismas horas de la sentencia contra Rajoy, cuando pasó a la historia con su primer gobierno euroescéptico y xenófobo. Esa dimensión de inestabilidad acaba de añadir otro factor conmocionante por la ofensiva proteccionista de Washington para arancelar las importaciones de acero y aluminio. La medida, aunque también involucra a Canadá y México, es un golpe directo a la Unión Europea que tiene a EE.UU. como el segundo destino de las ventas del primero y principal de esos insumos.
La movida de Donald Trump fue el último clavo en el ataúd de un atlantismo que ya venía en derrumbe por la ruptura unilateral norteamericana de los acuerdos nucleares con Irán, y por el alineamiento sin precedentes con Israel sobre la capitalidad de Jerusalén. Estos factores unidos aceleran un punto límite para el liderazgo europeo y la sobrevivencia del ideal comunitario. La cuestión es de formulación sencilla y trámite complicado: Europa se reinventa o quedará en el camino, con su moneda enferma y convertida en un apéndice decadente de Alemania. Esa reinvención pasa por un salto hacia adelante que produzca una unidad política y por cierto fiscal. Paradojas de la historia, quizá la mayor contribución de Trump en esta etapa ha consistido en hacer evidentes las deudas urgentes que la UE tiene consigo misma.
El caso español, aun con sus perfiles dramáticos de mudanzas internas, no se compara en gravedad con el italiano. Rajoy perdió el poder pero el esquema no mutará profundamente. Pedro Sánchez, el líder del Partido Socialista Obrero Español, más allá de la retórica de ocasión, no es un dirigente de izquierdas, sino de centro.
Recibe, además, un país en lo económico más previsible de lo que era hace unos años pero con la carga de una enorme deuda social resultado de cómo se zanjó la crisis del 2009. El mayor desafío de Sánchez es la coalición contra natura que lo elevó al poder. Desfilan ahí enemigos profundos del nuevo presidente como el separatismo catalán contra quienes el socialismo, por momentos, se mostró más duro que el propio Rajoy. También los vascos que son cualquier cosa menos sus aliados, y Podemos, esa organización populista y que hace de revolucionaria y antisistema, pero que puja por ocupar el lugar de estirpe socialdemócrata que otrora exhibió el PSOE.
Lo que ha unido a esa cuadrilla de diferentes es el espanto de que si la realidad no los encuentra amontonados el poder pasaría a manos del liberal Ciudadanos, el partido con mayor avance en las encuestas con su bastión inicial en Cataluña justamente. Sánchez, con apenas 84 bancas, gobernará en minoría. Lo hará, con suerte, los próximos dos años si logra mantener equilibrios básicos. Se descuenta que le dará continuidad a las políticas de Rajoy y esperará que no se complique el frente catalán que haría estallar su coalición coyuntural. Con todo, si esa experiencia se torna un teorema de solución imposible, él mismo le abrirá camino a Ciudadanos. Los intereses desbordan a los personajes. En cualquier caso, lo que pinta ese panorama no es un giro brutal en ningún sentido y los últimos que deberían esperarlo son las víctimas del durísimo modelo aplicado por Rajoy que recortó beneficios y dejó un desempleo en torno a 17%. Dicho de otro modo, lo de España es un reacomodamiento con más política que economía. La Bolsa de Madrid con su alza de ayer lo ratifica.
Roma, en cambio, se encamina a una estructura retrógrada, con el neofascista Matteo Salvini en la cartera de Interior del gobierno populista de Giuseppe Conte que juró ayer. El líder de la Liga Norte ya ha anticipado que convertirá en rutina la expulsión de los inmigrantes del norte de Africa. Esa fue su promesa de campaña, expulsar a medio millón de los desesperados que se asentaron en Italia huyendo de pesadillas a las que también contribuyó Occidente. Con esa fórmula logró el mayor caudal de votos en marzo asociado con Silvio Berlusconi. Este nuevo ejecutivo tiene otra ala antisistema en el inclasificable movimiento 5 Estrellas del cómico Beppe Grillo que, como Podemos, hace de izquierdas y de revoluciones y comparte un desprecio silencioso contra Bruselas y la unidad europea.
Casi 75 años después del final de Mussolini, el retorno de la gran Italia a estos meandros ideológicos es impactante. Y sucede en el país que es la tercera potencia del euro, pero con una economía que deja cada vez más población en la banquina del consumo. Para el neofascismo europeo se trata de un avance extraordinario y la constatación de que la llegada de líderes como el francés Emmanuel Macron no necesariamente implicaba el cierre de estos desvíos, como pronosticaron en su momento algunos intelectuales de exagerado optimismo.
Estas construcciones crecen en Europa enancadas en el rencor social, un fenómeno que reconoce múltiples fuentes. La migración de los desesperados de África ha sido un argumento de estos liderazgos abrazados a la indignación que agregaba la presión a la austeridad inyectada de modo inclemente por Berlín. La irritación en las clases medias contra la forma en que se hacen las cosas y la crisis de la política y las ideologías que cerraron los diques naturales de la protesta, acabaron por alimentar la forja de un mesianismo que revive lo peor del nacionalismo, como exhibió el divorcio del Brexit y la crisis catalana.
A ese mal estofado ha venido contribuyendo Washington con la ruptura trasatlántica y su desdén a la construcción europea. La UE no comprende de qué va una Casa Blanca que avanza con un garrote sobre las mayores corporaciones del Viejo Mundo para que cancelen sus multimillonarios contratos con Irán; a las que les reprocha los acuerdos energéticos con Rusia pudiendo comprar el gas norteamericano al otro lado del mundo; o que les venden autos de mejor calidad y precio que los estadounidenses.
Todo huele extraño, incluso los pasos del propio Trump y el sentido de estas decisiones que rompen los códigos de comercio y hasta políticas y modos en vigor desde mitad del siglo pasado. Sólo ver un detalle: EE.UU. es el mayor importador de acero mundial. Es prisionero de ese insumo. La industria norteamericana produce apenas 10% de lo que genera China, sus exportaciones de esa aleación se han desplomado desde 2016 y no puede abastecer la demanda interna.
En otros palabras, ingresará ahora acero y aluminio para sus fábricas a un precio contaminado por los nuevos aranceles. Los productos finales registrarán internamente ese sobre costo artificial con el adicional de las réplicas que están por llover. Tom Donohue, titular de la Cámara Estadounidense de Comercio, atento a este desorden, advirtió a sus socios que estas políticas amenazan el progreso de la economía y pueden producir la pérdida de 2 millones de empleos “la mayoría en los Estados que respaldan a Trump”.
La mayor paradoja es que aun así los europeos fueron pioneros y siguen en el camino de coleccionar sus propios Trump, como ahora sucede en Roma, como antes en Polonia, Hungría o Austria, como si la lúcida advertencia de Fisher no los
alcanzara. ■