Un acto de políticos de promesas fáciles, neofascismo y xenofobia
Complicado. El escenario es rocambolesco con el nuevo gobierno cuyos dirigentes mantienen la promesa de un enorme gasto público pese al déficit que vive Italia.
Un escenario rocambolesco de caos, enfrentamientos, cambios de frente, lealtades (pocas) y traiciones, han encendido durante tres meses el nacimiento en un laberinto digno de Borges de la llamada Tercera República. Las elecciones del 4 de marzo han sido el más vasto y extendido terremoto en los 70 años de República italiana, con dos partidos populistas que ahora dominan juntos el panorama político y las fuerzas tradicionales trituradas por el cambio de humor rencoroso de la ciudadanía. En ningún otro país europeo se registró algo similar. En estos 90 días se han vivido a diario cosas nunca vistas. Especialmente en la última semana, a partir del domingo 27 cuando un veto del presidente Sergio Mattarella hundió el gobierno populista con mayoría absoluta en el Parlamento.
Fue casi una semana de pasión, concluida este viernes con el juramento del nuevo gabinete ministerial del mismo gobierno populista, una vez que el veto fue superado mandando a un cargo ministerial menor al euroescéptico y anti euro Paolo Savona. Quedará en la memoria el martes 29, cuando la furiosa inestabilidad italiana contaminó en una oleada de rebajas en bolsas y mercados a toda Europa y alarmó al mundo.
La calma que ha seguido a la tempestad que ha dejado heridas que serán difíciles de cicatrizar, es más bien aparente. Italia ha entrado en un estado perenne de agitación. En el fondo es lógico. El cambio gigantesco de época que se está viviendo no podía sino ser bizarro, extraño, tumultuoso. Gracias que no ha sido violento: muchos lo viven como una mezcla de sainete y tragedia griega.
Uno de los aspectos más singulares y lamentables para una democracia, es que el triunfo populista ha sido tal que ha desertificado al resto del escenario político. Ninguna otra fuerza, y menos la sinistra, amenaza la hegemonía de la alianza en el gobierno. En las elecciones del 4 de marzo, murió una época y nació otra, plena de incertidumbres y desequilibrios.
El gran caos italiano se produjo en momentos en que la Unión Europea atraviesa una de las peores fases de su historia que se inició en Roma en 1957, cuando seis naciones, entre ellas Italia, fundaron la Comunidad Europea, el más grande sueño hecho realidad de una alianza entre las naciones que durante siglos ensangrentaron de guerras el Viejo Continente. Italia también fue fundadora de la zona del euro, la moneda única.
La importancia de la península vale en sí misma por las dimensiones de Italia, segunda potencia manufacturera de Europa, y una de las principales naciones industriales, firmemente anclada en el área atlántica de la OTAN, la alianza militar occidental, y en su sociedad de fierro con EE.UU., que hace dos días aclaró, mirando con el ceño fruncido a los alemanes, que la península es “un aliado estrecho”. Pero Italia es también una protagonista de primera línea del sueño de la Europa unida. Su peso histórico pesa y mucho.
En la UE debilitada, con la premier Angela Merkel que logró formar gobierno tras seis meses de fatigosas negociaciones, se sigue manteniendo alta la bandera de la austeridad y el rigor en las finanzas, especialmente de los déficits y la deuda pública, de la que Italia es campeona con el 132% del PBI. La península vive una larga decadencia que se agravó con la crisis mundial de 2008, que prosigue hasta hoy. El rédito per capita de los 60 millones de italianos está en el nivel de 1998. Para llegar al 2008 faltan varios años. El país crece a paso de tortuga, con el menor ritmo entre los europeos. No supera el 1,4 -15%, por debajo del promedio europeo.
El programa de los líderes populistas Luigi Di Maio y Matteo Salvini se propone salir de la decadencia y el aumento enorme de las desigualdades sociales, que motivaron la bronca social que llenó las urnas de votos en favor de ellos, mediante un intenso plan de inversiones en medio de un déficit que según los críticos superarán los cien mil millones de euros.
Reducción drástica de los impuestos, aumento de las jubilaciones y pensiones, un costoso subsidio “de ciudadanía” para los que no tienen trabajo, gastos sociales en la salud pú- blica deteriorada por la decadencia: parece un plan escrito en el libro de los sueños.
Resulta inevitable que los planes de expansión de los populistas determinen un desequilibrio en las cuentas públicas y, por tanto, un choque en las cumbres de la UE, sobre todo a nivel de la zona euro, en nombre de la racionalidad de los controles económicos y financieros. Si se abre una crisis seria, embestirá a los bancos y a los inversores globales, haciendo entrar a Italia en un callejón sin salida que puede llegar a ser infernal. Los efectos financieros “pueden propagarse rápidamente al resto de Europa”, advierte The New York Times.
Un choque brutal podría empujar a un retroceso de los impulsos populistas, pero esta derecha soberanista y antieuropea es difícil que alzará la bandera blanca sin luchar, cuando advierta que el plan de gastos convierte a la deuda en insostenible. Di Maio y Salvini, este último un duro neofascista, no tendrán más remedio que acudir a medidas fuertes. Afirman que seguirán la idea de Trump de castigar a las firmas que se hayan ido al extranjero haciendo perder su empleo a los trabajadores. Un ajuste fuerte los obligaría a abandonar el plan ambicioso de gastos sociales, base de las promesas electorales.
Un sondeo revela que 60% de los italianos no quiere abandonar a Europa pese al soberanismo patriótico de Salvini, pero se conoce el encono del líder de la Liga contra el euro “y las élites que lo sostienen”. Pero para no asustar en la sede de la Liga en Milán, acaban de borrar un mural externo que proclamaba: “¡Basta euro!”. ■
Si se abre una crisis seria, embestirá a los bancos y a los inversores globales