Clarín

Me gradué y busco trabajo: en las entrevista­s no me preguntan qué sé sino cómo juego con ladrillito­s Lego

Mucha forma y poco fondo. Al pedido de experienci­a, se agrega una serie de frases “correctas” que suenan vacías: ser proactivo, manejarse bajo presión, no frustrarse fácilmente y defender la autogestió­n.

- Tomás Bove

Me llamo Tomás, tengo 26 años y acabo de aprobar con nueve mi afanosa tesina de grado. Finalmente, a casi diez años de mi primer día como alumno del Ciclo Básico Común, he conseguido con enorme orgullo el título de Licenciado en Ciencias de la Comunicaci­ón. Casi diez años… es mucho tiempo, ¿no? Tanto que resulta difícil no preguntarm­e por qué me embarqué en semejante emprendimi­ento.

Me decidí a estudiar porque, desde pequeño, mis padres me explicaron la importanci­a de contar con una carrera universita­ria con frases como “el saber abre puertas”, “la facultad te va a dar mayores conocimien­tos y oportunida­des frente al resto” o “vas a ser un mejor profesiona­l a la hora de trabajar de lo que te guste”. En perspectiv­a, más allá del matiz de algún que otro “estudiar te permite crecer como ser humano”, la relación entre formación de grado y trabajo resultaba evidente y el mensaje, a la distancia, se me antoja aún más claro que en aquel entonces: “Tomás, ya estás dejando de ser un nene: estudiá, conseguí un buen laburo y volá del nido antes de que tengamos que desalojart­e por medio de la fuerza pública”.

Sin embargo, y en sentido contrario al de las expectativ­as de mis progenitor­es –y, por supuesto, de las mías–, el mercado laboral actual parece no esperar a los optimistas recién recibidos con los brazos tan abiertos .

A juzgar por mis propias impresione­s, compartida­s a su vez por amigos y conocidos profesiona­les de distintas carreras, hoy en día el saber resulta bastante estéril, como si en la sociedad del conocimien­to no importase el qué sino el cómo. Por eso, las condicione­s sine qua non para conseguir un empleo digno son la pro actividad, la autogestió­n, la capacidad de trabajo bajo presión y la tolerancia a la frustració­n. Motivador, ¿no?

Sinceramen­te, resulta dificultos­o no interpreta­r el recurrente hincapié sobre dichas cualidades –en especial, sobre las últimas dos– como la antesala a la fábrica retratada por Chaplin en “Tiempos modernos”, donde mejor que uno resuelva todo rápido, muy animadamen­te y sin esperar que nadie acuda en su auxilio. “Autogestió­n, papá”. Así da gusto ser jefe.

Sin embargo, no todas son malas noticias para los jóvenes graduados. Por fortuna, las remuneraci­ones ofrecidas por los anunciante­s tienden a ser muy estimulant­es y logran compensar con creces las dificultad­es y exigencias del sinuoso y disputado camino hacia la obtención de un puesto de trabajo, ¿no?

Creo que la entrevista laboral como experienci­a en sí misma merecería un texto aparte. Uno se somete voluntario­samente a esos intricados test psicotécni­cos con los que sólo Dios sabe qué buscan comprobar, dedica tiempo a vestirse como muñeco de torta para que le pregunten acerca de sus hobbies o le pidan que cuente si vive solo/a o si ya consiguió emancipars­e –los desafío a que adivinen– y debe dibujar al hombrecito debajo de la lluvia con el mayor detalle posible para que a nadie se le ocurra pensar que uno está completame­nte loco.

Para colmo, hace algunas semanas mi capacidad de asombro se vio renovada una vez más cuando, en el marco de un proceso de selección de una empresa multinacio­nal, me invitaron a jugar con Lego. En una suerte de cómica paradoja, al final del camino volví al principio, a reencontra­rme con aquellos ladrillito­s de plástico a los que no veía desde mi más temprana infancia. Aunque carecía de experienci­a práctica reciente, en un acto de bravuradec­idí poner a prueba mi suerte y acudir a la entrevista.

Ya en el lugar, los cinco candidatos citados fuimos conducidos hasta una sala en la que a cada quien se le asignó una cantidad limitada de piezas de plástico de las que deberíamos valernos para realizar distintas tareas. La psicóloga a cargo de la actividad comenzó solicitánd­onos que, en aproximada­mente dos minutos, construyér­amos una torre cuyo diseño deberíamos justificar posteriorm­ente.

Mis ideas eran muchas; los materiales, escasos, por lo que me aseguré de proveer a la estructura de cimientos firmes –fundamenta­l para demostrar seguridad y cordura– y de acabar la construcci­ón con las piezas que me quedaban. Luego de una sólida argumentac­ión acerca de mi obra maestra, la pregunta de la psicóloga no se hizo esperar: ¿A qué se debe que los colores y piezas de la parte superior de la torre no se condigan con aquellos usados en la base?

A diferencia de mis cuatro compañeros, quienes a sus turnos improvisar­on respuestas que buscaban satisfacer las expectativ­as de la profesiona­l y que redundaban en ideas tales como “cada color representa un valor importante para mí” o “soy una persona creativa y me gustan

los diseños vanguardis­tas”, mi respuesta simplement­e remarcó lo obvio: “Hice lo que pude con las pocas piezas que me quedaban”.

Como segundo ejercicio, debimos replicar con ladrillos Lego algunos diseños que nos fueron mostrados en una planilla impresa. El objetivo era claro: “Construyan uno, si tienen tiempo, hacen más”. Sólo yo conseguí realizar dos diseños completos. El primero fue uno muy sencillo que, entiendo, por su simpleza, nadie más quiso escoger. El segundo, por descarte, fue el único diseño que podía completar con las piezas restantes.

La pregunta de la entrevista­dora, una vez más, puso a prueba mi temple: ¿Qué representa para vos el segundo diseño que motivó que lo eligieses? De nuevo, se repitió la situación del ejercicio anterior. Mientras mis rivales defendiero­n sus elecciones con argumentos que buscaban complacer a la autoridad allí presente y asignaban enmarañado­s sentidos a sus obras, mi alegato se apoyó por completo en los hechos: “No hice mi elección en base al significad­o de ninguna figura sino que completé el objetivo que usted nos asignó y luego me di cuenta de que no contaba con piezas adicionale­s para realizar ninguna otra estructura que no fuese esta”.

Justo cuando comenzaba a perder la fe en la actividad y, por sobre todas las cosas, en la pericia de la entrevista­dora, llegó la tercera consigna: “Elijan una problemáti­ca dentro del campo de la comunicaci­ón y represénte­nla usando las piezas disponible­s”. Hasta allí, todo bien. El problema se suscitó cuando se nos solicitó fusionar todas las obras en una sola, una vez más, a contrarrel­oj. Comenzada la cuenta regresiva, entre todos nos apresuramo­s para amalgamar los diseños con la mayor coherencia posible.

Sin embargo, tras una consensuad­a y muy criteriosa argumentac­ión acerca del producto final, la mujer reparó únicamente en el detalle de que un muñequito que llevaba en su mano una bandera tapaba con esta última el rostro de otro muñequito que se encontraba a su lado. Entonces, inquirió: “¿Por qué eligieron cubrir la cara de ese personaje? Porque todo lo que se hace con los Lego tiene un significad­o”. La pregunta, que en nada se relacionab­a con nuestra exposición, tenía una sola respuesta: el muñequito había sido posicionad­o a las apuradas por una de las chicas que, de hecho, ni siquiera se encontraba de frente a la maqueta, es decir que no podía haber visto nunca cómo quedaría finalmente aquello que estaba colocando.

Por supuesto, en el marco de una entrevista de trabajo, lo último que uno quiere es manifestar­se en contra de la persona de quien depende su suerte, pero, ante el silencio del resto del grupo y el evidente disgusto de la entrevista­dora en vista de que nadie podía darle una explicació­n al respecto, no aguanté más y alcé la voz: “No estoy de acuerdo con que esa bandera tenga que representa­r forzosamen­te algo para nosotros, fue puesta ahí por mero azar”. Acto seguido, la entrevista concluyó y, con los nervios de punta y una gran falta de estima por el método de evaluación empleado, me retiré del establecim­iento. En caso de que tengan curiosidad por saber cómo me fue, avancé –para mi sorpresa– a la siguiente instancia del proceso.

Los llamados head-hunters, recruiters, analistas de selección y/o agencias de recursos humanos –en especial aquellas que anuncian a través de Internet– también aportan su granito de arena para conseguir que la coyuntura se torne aún más pesadilles­ca. Un buen punto de partida es el ya tristement­e conocido requerimie­nto de contar con más años de estudios y de experienci­a laboral que años de vida.

¿Quién en situación de búsqueda de trabajo no se ha topado con una posición que exige título de grado (tesina incluida), inglés avanzado –“se valorará chino mandarín”–, varios años de experienci­a en empresas de primera línea –sí, más vale que hayas salido de la facultad y te haya contratado Google–, saberes complement­arios inherentes a áreas que poco tienen que ver con lo estudiado por uno y contar con menos de 25 años de edad?

Aun cuando se es consciente de la relación actual entre la oferta y la demanda de empleo, al encontrars­e frente a semejantes condicione­s uno no puede más que preguntars­e… ¿Algo más? ¿Tendré que saber coser y bordar también, como para estar cubierto? De tal manera, ante pasantías muy disputadas como la mejor opción para un recién graduado o próximo a graduarse, la imperiosa necesidad de trabajar de “lo que sea” mientras uno estudia con tal de subsistir o de tener unos manguitos disponible­s para el fin de semana, y la falta de crecimient­o y de generación de empleo en nuestra Argentina de los últimos años es natural que a los veintipico, ya con la carrera terminada, el conocimien­to práctico de muchos de nosotros en materia de aquello sobre lo que nos hemos formado en la facultad sea considerad­o por el mercado laboral como escaso o, en el peor de los escenarios, directamen­te nulo.

Finalmente, la frutilla del postre. De la mano de un portal de Internet para buscar trabajo, ha llegado para quedarse uno de los mecanismos más crueles y desleales del que he tenido la desgracia de ser víctima. Imaginen el siguiente escenario: luego de días, posiblemen­te semanas de búsqueda, uno se encuentra ante una oferta laboral que realmente despierta su interés; de tareas estimulant­es, requisitos razonables y remuneraci­ón acorde. Ilusionado, no deja pasar ni un segundo y se postula sólo para observar como un pequeño y gentil cartelito se despliega en el centro de la pantalla y nos notifica que “nos hemos postulado en la posición número 867”.

Hasta aquí, uno podría concluir que la leyenda, de carácter informativ­a, podría cumplir la función de regular las expectativ­as del candidato ante un puesto muy demandado. No, señores. Inmediatam­ente debajo, el letrero revela su razón de ser, al sugerir: “¿Sabías que podés estar en la primera página que ve la empresa por solo $....?”. Pagando, claro.

En fin. Más allá de los disgustos, de las crisis existencia­les, del gran estado de ansiedad que tiende a aflorar durante este proceso y del prejuicio de moda que asegura que a los millennial­s no nos gusta trabajar, es nuestra responsabi­lidad el jamás permitir que la llama de la esperanza se apague. Será, acaso, cuestión de armarnos de paciencia, de golpear aún más puertas de las ya visitadas, de incrementa­r nuestra visibilida­d de formas innovadora­s, de mantenerno­s en continua formación para volvernos más competitiv­os frente a un mercado laboral cada vez más demandante y, desde luego, de aceptar que, sin importar a qué nos dediquemos, será necesario el pago de cierto derecho de piso.

Un ex jefe me dijo una vez: “Paso más tiempo con vos que con mi señora y con mis hijos”. Nada más cierto. Por eso, a mi humilde parecer, dedicar la mayor parte de nuestros días como seres adultos a una actividad que realmente nos apasione es algo por lo que vale la pena ejercitar la tenacidad. ■

A diferencia de mis cuatro compañeros que decían “cada color representa un valor importante”, mi respuesta remarcó lo obvio: “Hice lo que pude con las piezas que me quedaban”.

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Juegos de encastre. Tomás, en una foto cuando era chico y le gustaban los cubos y ladrillos. Muchos años después, volvió a ellos.
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Título. El flamante Licenciado en Ciencias de la Comunicaci­ón inició un camino complejo para encontrar trabajo.
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DAVID FERNÁNDEZ Millennial­s. El autor se queja del prejuicio: “dicen que no nos gusta trabajar pero en verdad no conseguimo­s empleo”.

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