Clarín

Un conflicto, una usina de odio

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com

El palo en la rueda del partido entre Argentina e Israel lo colocaron los palestinos con protestas en las redes que se viralizaro­n y notas de denuncia a los responsabl­es de la AFA y de gobiernos europeos. Pero no fueron ellos los principale­s responsabl­es de este desenlace. La idea venía contaminad­a desde el comienzo con una enorme carga política que es lo que menos debería enredar al deporte. Parte central de esa maquinació­n fue la decisión intenciona­da de Israel de correr el lugar del juego desde Haifa a Jerusalén para sumar el episodio como otro símbolo de la capitalida­d nacional de esa disputada urbe.

Hace pocas horas, y como para que no queden dudas de lo que se buscaba con este juego, la ministra de Cultura y Deportes de Israel Miri Regev afirmó al diario Maariv: “En el momento que nosotros luchamos por el traspaso de embajadas a Jerusalén, no hay lugar a preguntas. Uno de los jugadores más populares del mundo por supuesto que conviene verlo jugar en Jerusalén. ¿Hay otra propaganda mejor que esa?”. El periodista le comenta que Messi, de él se trata, no tendría intencione­s de estrecharl­e la mano al primer ministro Benjamín Netahyahu, Regel lo desafió: “Esperemos y veremos quién da la mano a quién”.

Debe observarse que esto se produce después de que el presidente de EE.UU. Donald Trump sorprendió al mundo reconocien­do a Jerusalén como la capital histórica de Israel, un movimiento que echó a un costado las demandas palestinas sobre esa ciudad milenaria. La mayor parte de la comunidad internacio­nal reprochó el paso porque prometía acelerar la violencia crónica en Medio Oriente, como ha sucedido, y destruía por lo menos dos puntos centrales de este callejón. El primero, la noción de que hasta que haya un acuerdo de paz definitivo Jerusalén no tiene un solo dueño. El segundo, que de este modo Washington perdía toda condición de mediador en el litigio.

Un poco de historia orienta sobre de qué se trata el conflicto considerad­o la mayor usina de odio que confronta la humanidad. Hace 71 años las Naciones Unidos dividieron la provincia palestina del Imperio Otomano, que permanecía como un protectora­do británico desde el final de la Primera Guerra Mundial. Se decidió que en el 55% de ese territorio se asentaría la nueva nación del pueblo judío y en el restante 45%, la palestina.

Un año después, Israel anunció su nacimiento como República y eso promovió una serie de cuatro guerras con sus vecinos árabes que acabaron con la victoria sucesiva del nuevo Es- tado. En cada uno de esos capítulos, especialme­nte en la Guerra de los 6 Días de junio de 1967, el territorio original israelí se expandió de modo geométrico hasta reducir a menos de la mitad el espacio que debería ser para el otro pueblo.

Aún así, el Estado Palestino nunca se creó. Esa ausencia es una deuda que no deja de multiplica­r sus efectos tóxicos. Los palestinos demandan la parte oriental de Jerusalén como la capital de su futura patria que comprender­ía los actuales territorio­s de la Franja de Gaza, sobre el mar Mediterrán­eo y Cisjordani­a hacia el Jordán. La solución de dos Estados, que hasta hace poco defendía con seriedad EE.UU., consiste en crear esa República junto a la otra ya nacida. Pero la posibilida­d parece hoy una fantasía debido, además, a la persistent­e colonizaci­ón judía de esos territorio­s. La crisis sobre Jerusalén agregó otro clavo a ese féretro. Es este trasfondo el que llevó, justamente, al titular de la asociación del fútbol palestino Jibril Rajoub a escribirle a Claudio Tapia para denunciar que Israel, en realidad, usaba el partido con los argentinos como una “herramient­a política”. No fue necesario mucho más. Poco después llegó la suspensión. ■

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