Clarín

Y todo por culpa del muñeco de la suerte

- Horacio Convertini hconvertin­i@clarin.com

Soy una persona racional. No creo en brujerías ni amarres, tampoco en adivinos o místicos. Eludo a la religión con sus sofisticad­as superstici­ones, y también al pensamient­o new age de las energías positivas y lo que “sucede conviene”. Admito, con pudor, que el fútbol me baja el umbral de sensatez y que cuando juega San Lorenzo hago cuernitos en cada ataque del rival, pero lo tomo como una con- cesión graciosa que, por esporádica, no alcanza a definirme.

Aclarado el punto, cuento: hace dos años me regalaron un muñeco de la buena suerte. Debía pedirle un deseo, hacer una marca en él, esperar a que el deseo se cumpliera, hacer otra marca en agradecimi­ento y luego, sí quería, pedir otro.

Era más simpático que lindo, pero me gustó que exigiese paciencia y que sólo permitiera un deseo por vez. Formulé el mío, guardé el muñeco en la repisa más alta de la biblioteca y me olvidé. El otro día, en el medio de un traslado de libros, lo encontré y recordé el pedido. ¿Se había cumplido? No, ni ahí. Es probable que fuera algo inalcanzab­le, ¿pero a quién se le ocurriría convocar a fuerzas sobrenatur­ales por una pavada?

Pensé en tirar el muñeco a la basura, más por feo que por ineficaz, pero me retuvo una duda: ¿y si me estaba apresurand­o? ¿Y si su magia necesitaba más tiempo, tal vez otro año? Mi lado racional desafiado por una figura de telgopor.

Me gustaría decirles que ganó la razón, pero no: la cosa sigue ahí y ya no puedo dejar de mirarla. Me siento atada a ella y a mi deseo, que ahora ya se ha vuelto una obsesión.

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