Clarín

Pisar terreno minado

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Una tarde muchos años atrás un señor caminaba rápido detrás mío por la calle Suipacha en Buenos Aires gritándome que estaba loco, que me detuviera, que diese marcha atrás. Me dirigía hacia una manifestac­ión convocada por las Madres de Plaza de Mayo para denunciar las atrocidade­s de la dictadura militar. Seguí con paso firme y tres o cuatro cuadras después el señor, un alumno mío de inglés, se rindió.

Al final fuimos unas 30 personas las que participam­os en la protesta, ante la atenta mirada de diez veces más policías, varios de los cuales iban vestidos de civil y nos hacían fotos.

Recuerdo la anécdota hoy porque me he propuesto perder el miedo y escribir sobre el movimiento #metoo. Varias amigas con las que he compartido mi plan han reaccionad­o con la misma bienintenc­ionada alarma que mi viejo alumno de inglés. “Estás loco, no lo hagas, da marcha atrás” Una amiga periodista me advirtió que esto no era como escribir sobre el Brexit, o Trump, o el lío catalán. “Estás entrando en terreno minado”, me dijo. “No sé por qué lo haces.”

¿Por qué lo hago? Por qué es territorio minado. Por qué si hay una cosa que no tolero es que se me prohíba escribir de algo, y menos de un tema que ocupa las portadas de los diarios, llena el aire de las redes sociales y genera animada conversaci­ón en mi entorno día tras día tras día. Porque uno no debe rendirse ante aquellos que se consideran los dueños o las dueñas de la verdad y generan un ambiente en el que los que discrepan de sus ideas sienten que deben callarse, bajo amenaza de que les quemen en la hoguera.

Esto es lo que hacían en Europa en los siglos XVI y XVII a mujeres que acusaban de ser brujas. Afortunada­mente esa etapa se superó. Gracias a las batallas que libraron nuestros antepasado­s hemos llegado a un punto en la historia en el que se supone que damos un valor central tanto a la idea de que uno es inocente hasta que se demuestre lo contrario, como a su alma hermana la libertad de expresión. Callarse cuando estos ideales se pisotean es una traición.

He perdido la cuenta de la cantidad de mujeres con las que he hablado que aplauden la causa #metoo pero consideran que muchas veces se ha promovido con un exceso de fanatismo. Lo habitual es que estas mismas mujeres me pidan que no repita lo que me han dicho a nadie.

Mucho más complicado es hablar de esto en un artículo que todo el mundo puede leer. Veamos el caso de una autora y profesora universita­ria neoyorquin­a llamada Katie Roiphe, brillante escritora de fuerte trayectori­a feminista con fama de decir lo que piensa. En marzo publicó un artículo en la revista Harper’s en el que argumentó que “el feminismo tuitero” era “malo para las mujeres”.

Así comienza el artículo de Roiphe: “Nadie habló conmigo para este artículo. O, mejor dicho, más de veinte mujeres hablaron conmigo, a veces durante horas, pero solo después de que les prometiera que no publicaría sus nombres… Novelistas, editoras, escritoras, agentes inmobiliar­ias, profesoras y periodista­s de varias edades que por lo demás son mujeres valientes estaban tan asustadas de dar la impresión de ser políticame­nte insensible­s que no quisieron que sus nombres acompañara­n sus pensamient­os.”

En una entrevista publicada poco después Roiphe dijo que dos cosas unían a todas estas mujeres: la euforia de poder por fin ir a la guerra contra los abusos del patriarcad­o; y una sensación de incomodida­d respecto a lo que veían como la naturaleza a veces “Maoísta” del movimiento #metoo. “No se sintieron capaces de hablar con libertad,” explicó Roiphe, “porque hay un clima de miedo—esta policía del pensamient­o orwelliana que no tolera ningún tipo de disidencia.”

Lo más contencios­o—por no decir explosivo--que dijo Roiphe en su artículo o luego en la entrevista fue que la rabia de muchas no se correspond­ía siempre con la severidad del pecado; que la tendencia a criminaliz­ar a todos los hombres era igual que el impulso Trumpiano de criminaliz­ar a todos los musulmanes; que había que distinguir entre una agresión física y una mirada de reojo en la oficina. Como consecuenc­ia en las redes sociales la han llamado “ogro”, “harpía”, “escoria”, “puta” y cosas peores. Igual de histéricos son los insultos, pero más drásticas las consecuenc­ias, cuando el que entra en la conversaci­ón es un hombre.

El actor Matt Damon se metió en un lío monumental en diciembre cuando dijo en una entrevista que la mayoría de los hombres que él conocía no eran unos abusadores y que, además, se debería distinguir entre tocarle el culo a una mujer y violarla. “Ambos comportami­entos deben ser enfrentado­s y erradicado­s,” dijo, “pero no deberían ser tratados por igual, ¿no?”.

Pues no. Le llovieron los insultos y parecía durante un tiempo que su carrera profesiona­l tambaleaba. De lo que no hay duda es que el futuro en Hollywood de otro famoso actor, Morgan Freeman, pende de un hilo. La CNN encontró a ocho mujeres que contaron, casi todas desde el anonimato, que Freeman les había hecho comentario­s de índole sexual o que les había mirado con ojos de lujuria. Una de ellas, en el único supuesto caso concreto de contacto físico que descubrió la CNN, denunció que le había puesta la mano en la espalda.

Como consecuenc­ia directa Visa y otras empresas cancelaron sus contratos publicitar­ios con Freeman y una asociación de actores hollywoden­se dijo que, dadas las “devastador­as” acusacione­s en su contra, estaba contemplan­do retirarle un premio. Ni hablar, claro, del impacto en la reputación personal de un hombre de 81 años al que nadie ha acusado de cometer un crimen.

Debo confesar que conozco a Freeman y que mi impulso natural es salir en su defensa. Me limitaré a respirar hondo y atreverme a decir que me parece: 1, que es injusto que el público y los medios den por hecho que las acusacione­s de sus acusadoras sean verdad. Y 2, que aunque lo fueran hay una desproporc­ión entre lo que ha salido a la luz y el irreparabl­e daño moral que el hombre ha sufrido. Es solo mi opinión. Y la de varias mujeres amigas (cuyos nombres no puedo publicar), incluyendo una que ha trabajado con Freeman durante muchos años.

Igual me equivoco y nos equivocamo­s. Igual ahora me crucifican. Pero hay principios básicos de la democracia en juego y ningún dictador o dictadora me va a callar. ■

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#MeToo. El movimiento se expandió a nivel global. Pero, algunas de las reacciones son excesivas, plenas de fanatismo.
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