Clarín

El jugador que sembraba caramelos

- Pablo Calvo pcalvo@clarin.com

Conocí a un hombre que sembraba caramelos. Los soltaba de su mano como una ofrenda y apenas tocaban el suelo los hundía de un pisotón. Pensaba que si se le secaba la garganta, podía desenterra­rlos. Y si necesitaba energías positivas, con volver al lugar bastaba. El hombre había nacido en Albarellos, en el taco de la bota que es la provincia de Santa Fe, en un lugar tan fértil que cualquier semilla prendía.

Allá jugaba al fútbol y los caramelos le traían suerte, fueran masticable­s, ácidos o de miel. Se daban las secuencias prueba en el colegio-caramelo en la cartuchera-aprobación asegurada o viaje por una ruta cargada de camiones-caramelos en la mochila-llegada sin contratiem­pos.

Un día soñó con jugar en un equipo profesiona­l y el efecto caramelo resultó verificado, porque lo aceptaron en Newell’s y luego en Argentinos Juniors, donde le tocó compartir la mitad de la cancha con un tal... Diego Maradona. En los entrenamie­ntos, competían para ver quién le acertaba más al travesaño desde la medialuna del área, pero ahí no alcanzaba ni con una fábrica de golosinas, porque siempre ganaba Diego, que impactaba como mínimo ocho tiros de diez.

Hace poco tuve el gusto de conocer a Ricardo Giusti y quise saber si la dulce leyenda fue también su cábala en el Mundial de México ‘86. “Sí -me contestó enfático-, sembré siete caramelos, uno en cada partido, y los hundí en la tierra de un tacazo. Cuando ganamos la final quise buscar el de ese día, pero nunca lo encontré”. Habría que cambiarle el sabor al dicho. Debería ser: “Quien siembra caramelos cosecha Copas del Mundo”.

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