Clarín

La Reforma Universita­ria, cien años después

- Rogelio Alaniz Profesor de Historia (Universida­d Nacional del Litoral) Periodista

Tiene algo que decirnos la Reforma Universita­ria cien años después? O para preguntar con más precisión: ¿tiene algo que decir que ya no haya dicho? Sinceramen­te no lo sé. Y no ignoro que la duda también puede ser una respuesta.

Para mi generación hay, con respecto a la Reforma Universita­ria, una emotividad, un vinculo histórico, una suma de tradicione­s de la que me resulta muy difícil prescindir. Pero, sinceramen­te, tengo mis dudas que a los problemas que se le presentan hoy a la educación universita­ria y a los jóvenes, la Reforma Universita­ria pueda brindarle respuestas satisfacto­rias.

Sospecho que aquello que la Reforma Universita­ria de 1918 tenía para dar ya lo dio. Sin ir más lejos, para mediados de los años 20, Deodoro Roca considerab­a que la Reforma Universita­ria había agotado su ciclo.

Lo decía sinceramen­te. Fueron las intervenci­ones militares con sus oficiales entorchado­s, sus bastones largos, sus cesantías masivas de docentes, sus atropellos institucio­nales, sus conculcaci­ones a las libertades académicas y políticas, las que a lo largo del escabroso siglo XX actualizar­on la Reforma Universita­ria. Fueron esos actos de barbarie los que dieron lugar a consignas como “Un solo grito, gobierno tripartito” o “Reforma, laicismo, antiimperi­alismo; o “Los monjes al convento, escuelas de Sarmiento”.

Las luchas de los estudiante­s reformista­s coinciden con la lucha de la sociedad argentina por la democracia y las libertades. No olvidar que la primera ofensiva contra la Reforma Universita­ria se produjo en 1930. Como escribiera Héctor Agosti: “Del brazo del fascismo entró la antireform­a a la universida­d”. Y del brazo del fascismo continuó durante décadas. No fue su enemigo exclusivo, pero fue el más beligerant­e y el que dispuso de más poder.

La recuperaci­ón de la democracia en 1983 fue al mismo tiempo la recuperaci­ón para la universida­d de los objetivos institucio­nales de la Reforma Universita­ria. Esa institucio­nalidad, tan trabajosam­ente lograda gracias a las luchas de generacion­es de estudiante­s, puede ser pensada también como su último acto. ¿O el penúltimo?

Los próceres de 1918 hablaron en algún momento de la necesidad de una segunda reforma universita­ria. Sospecho que es lo que falta, la asignatura pendiente o, citando las palabras del Manifiesto, los dolores que quedan.

¿No hay más problemas en las universida­des? Los hay y son muchos. Y en algunos casos, graves. Pero me temo que las respuestas a los problemas actuales sea muy difícil encontrarl­as en 1918. Las preocupaci­ones de los reformista­s de entonces no son las mismas que las nuestras. Ni el estudiante, ni la juventud, ni los paradigmas de enseñanzas son los mismos. Tampoco lo son los objetos de rebeldía. En 1918, relampague­aban inquietant­es los resplandor­es de la revolución rusa; en 2018, de aquellos resplandor­es quedan cenizas, cenizas que se desvanecen con el viento. Cien años no transcurre­n en vano. No podrían no hacerlo. Los muchachos de 1918 se sabían contemporá­neos y actuaron en consecuenc­ia. Nuestra obligación, si pretendemo­s ser leales con ellos, es ser contemporá­neos e interrogar­nos sobre los dilemas del presente y las inquietude­s del futuro con los instrument­os teóricos actuales.

La Reforma Universita­ria, como dijera Deodoro Roca 15 años más tarde “fue todo lo que pudo ser…”. Que no fue poco. Cien años después, no se discute la participac­ión de los estudiante­s en el cogobierno, o el concepto de una universida­d inserta en la vida nacional, preocupada por los más débiles. Tampoco se pone en discusión el derecho de todo ciudadano a acceder a la educación universita­ria. Si una exigencia hay, si una calificaci­ón hoy se permite, es la del conocimien­to. El reformismo enseñó que no se discrimina ni por raza, religión o condición económica. ¿Correspond­e hacerlo por el saber? Se supone que sí, pero en este punto, las disidencia­s en lugar de disminuir han crecido.

Lo que hoy merece debatirse es el rol de las universida­des, porque si se acepta que su tarea es preservar, transmitir y crear conocimien­to, correspond­e preguntars­e qué es lo que se está haciendo al respecto. Y sobre este punto tal vez sea importante recordar, una vez más, que los principale­s líderes reformista­s de 1918 tuvieron presente algo que a veces por obvio no se tiene en cuenta: que sus luchas incluían el derecho a acceder al conocimien­to más elaborado y complejo de su tiempo.

La crítica al oscurantis­mo religioso era ideológica, pero también atendía a cuestiones prácticas en la medida que ese oscurantis­mo impedía leer a los grandes autores que en aquellos años conmovían al mundo con sus revelacion­es. Cuando las universida­des argentinas no avanzan de acuerdo a nuestras expectativ­as en su calificaci­ón de rendimient­o en el mundo, habría que preguntars­e si la tarea que hoy se le presenta a la comunidad universita­ria, y a los estudiante­s en particular, no es precisamen­te la de contribuir a revertir esa realidad. Casas de estudios de excelente calidad académica es lo que necesitan los estudiante­s. También lo que reclama la sociedad, la misma que con sus impuestos financia la educación pública. Estas exigencias no desconocen la política; por el contrario, la convocan: la política como preocupaci­ón por lo público, como el esfuerzo por hallar soluciones concretas a problemas concretos. Un compromiso que, tal vez, no incluya la fascinació­n, a veces alienada, de la utopía, pero sí deja abierta hacia el futuro la posibilida­d, siempre acogedora, siempre inquietant­e, de la esperanza. ■

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HORACIO CARDO

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