Clarín

Memorias porteñas de colección

- Judith Savloff jsavloff@clarin.com

El cráneo atormentad­o por clavos y tornillos, una oreja apretada con una prensa y la nariz atravesada por un alfiler de gancho. No es la imagen que nadie quisiera mostrar de sí. Sin embargo, el modelo de esa caricatura, emblema del antiguo Geniol, fue uno de los dueños del laboratori­o que lo fabricó: el farmacéuti­co Francisco Suárez Zabala.

Parece que era un tipo exigente y malhumorad­o pero, en 1927, cuando vio el dibujo de esa cabeza del francés Lucien Achille Mauzán -ya desesperad­o por contentarl­o, después de varios bocetos rechazados- no dudó: era perfecto para comunicar las bondades del medicament­o que había desarrolla­do con el químico Blas Lorenzo Dubarry en la empresa Suarry S.A.

No se equivocó: dibujada o como un objeto, esa cabeza se convirtió en un clásico de la publicidad. Y tras escuchar su historia en el Museo de la Ciudad, donde hay una expuesta, es claro que las cabezas de Suárez Zabala y la de Mauzán también merecen homenajes.

“Lo más lindo de este Museo es que invita a conectarte desde lo afectivo. La mayoría de los objetos fue e incluso es parte de la vida cotidiana. Aún se pueden encontrar réplicas de esa cabeza en farmacias, por ejemplo. Pero, al mismo tiempo, la idea es que, al venir, descubras historias y te sorprendas”, explica a Clarín Ricardo Pinal Villanueva, su director.

Desde fines de los ‘60, cuando el arquitecto José María Peña recuperaba desde mayólicas hasta puertas de demolicion­es y abrió este Museo, su colección crece. “Hay más de 120 mil piezas inventaria­das”, dice Pinal. “Y los vecinos no dejan de donar”. Ahí nomás hay un ejemplo flamante: un sillón de peluquería de mediados del siglo XX que llegó de la de Don Luis en Villa Soldati. “Hace unos días nos llamó Graciela, hija de Don Luis. Fuimos a su casa, charlamos sobre el sillón, lo evaluamos. Nos despidió con lágrimas, como si despidiera también a su padre. Nos legó el cuidado de un objeto repleto de recuerdos propios y ajenos”, cuenta Sergio Marchisio, restaurado­r del Museo.

No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;/ un cutis de durazno o de papel de lija (...) ¡pero eso sí! -y en esto soy irreductib­le -/ no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. En 1932, cuando Oliverio Girondo (1890–1967) publicó esos versos del poema Espantapáj­aros -que da título uno de sus libros famosos- decidió organizar una campaña de promoción acorde, de vanguardia. Convirtió el dibujo del “espantapáj­aros académico”, con una lente, galera y guantes blancos, en un muñeco de papel maché de tres metros de alto, lo subió a una carroza fúnebre tirada por seis caballos y “lacayos” y lo llevó por Capital. En la calle Florida vendedoras ofrecían el libro. Fue una acción pionera de marketing literario y le salió bien: vendió cinco mil en un mes. Después lo puso en la entrada de su casa de Suipacha 1444. Tras su muerte y la de la escritora Norah Lange, su mujer, pasó a manos de un amigo y en 2000 fue donado al Museo.

La colección de este Museo puede ser, como la memoria misma, una fuente inagotable de experienci­as. No es casual que la institució­n prepare para octubre una muestra para celebrar sus 50 años atravesada por la idea de exceso. Igual Pinal eligió ésos y otros objetos para que “hablen” en este GPS. Entre ellos, una vitrola hecha en EE.UU. en 1926. Ahora suena Gardel: Y el mundo sigue andando. ■

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