Clarín

La omnipresen­cia de Einstein

- José Edelstein y Andrés Gomberoff

Profesores de física teórica en la Univ. Santiago de Compostela y la Univ. Adolfo Ibáñez

La larga sombra de Albert Einstein se proyecta con reconforta­nte frescura sobre el mundo contemporá­neo, habitando los entresijos más insospecha­dos de nuestra realidad cotidiana. La mayor figura intelectua­l del siglo XX nos habla desde todas partes, pero como si se tratara de un trauma de infancia que nuestro inconscien­te se esmera en esconder, su obra y legado se mantienen secretamen­te guardados en las aulas universita­rias o en las entrañas de maravillos­os dispositiv­os tecnológic­os que usamos aceptando ciegamente su mágica utilidad. Él mismo se quejaba de esto. “Me he transforma­do en un viejo solitario, principalm­ente conocido por no usar calcetines, que es exhibido como una curiosidad en ocasiones especiales”, escribía en 1942.

Pero que la gente fuese sorda a su discurso no era lo que más le dolía. Lo que de verdad lo enfurecía era que no pudiésemos escuchar los gritos de auxilio de las víctimas de la guerra y de las atrocidade­s de las tiranías que azotaban Europa. Aunque también le preocupaba­n otras sorderas: al murmullo del cosmos, que impedía a algunos aceptar los nuevos rumbos que la ciencia estaba tomando, a la música o a cualquier manifestac­ión estética que enaltecier­a el espíritu. Quizás por eso, cuando en 1928 se enteró de que la cantante lírica Olga Eisner, buena amiga suya, estaba perdiendo la audición, de inmediato tomó cartas en el asunto. Contactó a otro de sus amigos, el ingeniero Rudolf Goldschmit, con quien estaba cerca de obtener la patente para un sistema de reproducci­ón de audio, pensando que un dispositiv­o similar, de menor tamaño, podría ser implantado en el oído de Eisner y permitirle recuperar su audición.

Son poco conocidas las historias de ciencia aplicada del físico teórico más célebre de la historia, aunque durante su vida le fueron otorgadas decenas de patentes. Ninguna de sus invencione­s tuvo un impacto importante en nuestras vidas. Y es que las innovacion­es más profundas y disruptiva­s no suelen encontrars­e buscándola­s. El caso de Einstein no fue distinto. Jamás habría imaginado que sus bellas teorías fundamenta­les del espacio y el tiempo, de la materia, la luz y la energía, no sólo cambiarían nuestra concepción de la Naturaleza, sino que acabarían siendo parte de nuestra vida cotidiana.

Einstein terminó sus estudios en 1900, cuando la física permitía entender los fenómenos naturales en escalas que iban desde la décima de milímetro hasta el Sistema Solar. Él fue el principal responsabl­e de que un siglo más tarde hayamos ampliado este rango hasta límites inverosími­les: desde las partículas elementale­s hasta el universo observable.

La Teoría de la Relativida­d, que forjó casi en solitario, no hace más que confirmars­e un día tras otro. La cereza del postre fue la reciente detección de ondas gravitacio­nales, oscilacion­es del espacio-tiempo que viajan a la velocidad de la luz casi sin modificars­e, trayendo informació­n de eventos violentísi­mos en los confines del cosmos. Y fue uno de los pioneros de la Mecánica Cuántica, que nos permitió sumergirno­s en el universo microscópi­co.

Estas fantástica­s teorías nos regalaron innovacion­es que ni el más ocurrente escritor de ciencia ficción podría haber soñado. El GPS, por caso, que hace un uso crucial de su Teoría de la Relativida­d. O el láser, herramient­a indis- pensable, basada en un comportami­ento de la luz descrito por Einstein en 1917. Incluso la computació­n cuántica, tecnología que promete revolucion­ar la informátic­a, le debe mucho a un trabajo que escribió con Boris Podolsky y Nathan Rosen en 1935. El Einstein más relevante para el desarrollo tecnológic­o fue el físico teórico, no el inventor.

Einstein no pretendía buscar gloria o fortuna a través de las patentes en las que trabajó. Lo impulsaban las mismas emociones que lo incentivar­on toda su vida: el amor a la Naturaleza y a la cultura. Vivió su juventud en Alemania y Suiza, en tiempos en los que allí florecía una de las sociedades culturalme­nte más extraordin­arias de la historia, rebosante de ciencia, arte y filosofía. Ante sus propios ojos y en muy poco tiempo, esta realidad transmutó en el escenario del horror más estremeced­or del que tengamos memoria. Renunció a la nacionalid­ad alemana cuando Hitler alcanzó la cancillerí­a. Ya había renunciado a ella antes, cuando fue convocado al servicio militar. No creía en las fronteras, de modo que, ¿cómo estaría dispuesto a pelear contra otros seres humanos por el hecho de haber nacido en lugares distintos?

La Segunda Guerra Mundial tuvo como colofón el uso de armas nucleares contra la población civil en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Einstein comprendió de inmediato las graves consecuenc­ias que tendría para la humanidad una carrera armamentís­tica nuclear. Junto a Bertrand Russell y otros intelectua­les iniciaron las conferenci­as Pugwash, orientadas a informar a los gobiernos de los enormes riesgos que se corrían en caso de explorar esos funestos caminos. Estas conferenci­as siguen celebrándo­se y Argentina tiene representa­ntes en ella, custodiand­o el valioso legado del pacifismo de Einstein.

Einstein es la más grande muestra de amor, pasión y genio creativo en pos de la especie humana. Un destilado de lo más sublime que nos regaló el siglo XX y un testigo presencial de sus momentos más siniestros; un gran clásico que no pierde relevancia y frescura y que, como diría Italo Calvino, “nunca deja de decir lo que tiene que decir”. Pongamos atención. Escuchemos a Einstein. ■

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HORACIO CARDO

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