La omnipresencia de Einstein
Profesores de física teórica en la Univ. Santiago de Compostela y la Univ. Adolfo Ibáñez
La larga sombra de Albert Einstein se proyecta con reconfortante frescura sobre el mundo contemporáneo, habitando los entresijos más insospechados de nuestra realidad cotidiana. La mayor figura intelectual del siglo XX nos habla desde todas partes, pero como si se tratara de un trauma de infancia que nuestro inconsciente se esmera en esconder, su obra y legado se mantienen secretamente guardados en las aulas universitarias o en las entrañas de maravillosos dispositivos tecnológicos que usamos aceptando ciegamente su mágica utilidad. Él mismo se quejaba de esto. “Me he transformado en un viejo solitario, principalmente conocido por no usar calcetines, que es exhibido como una curiosidad en ocasiones especiales”, escribía en 1942.
Pero que la gente fuese sorda a su discurso no era lo que más le dolía. Lo que de verdad lo enfurecía era que no pudiésemos escuchar los gritos de auxilio de las víctimas de la guerra y de las atrocidades de las tiranías que azotaban Europa. Aunque también le preocupaban otras sorderas: al murmullo del cosmos, que impedía a algunos aceptar los nuevos rumbos que la ciencia estaba tomando, a la música o a cualquier manifestación estética que enalteciera el espíritu. Quizás por eso, cuando en 1928 se enteró de que la cantante lírica Olga Eisner, buena amiga suya, estaba perdiendo la audición, de inmediato tomó cartas en el asunto. Contactó a otro de sus amigos, el ingeniero Rudolf Goldschmit, con quien estaba cerca de obtener la patente para un sistema de reproducción de audio, pensando que un dispositivo similar, de menor tamaño, podría ser implantado en el oído de Eisner y permitirle recuperar su audición.
Son poco conocidas las historias de ciencia aplicada del físico teórico más célebre de la historia, aunque durante su vida le fueron otorgadas decenas de patentes. Ninguna de sus invenciones tuvo un impacto importante en nuestras vidas. Y es que las innovaciones más profundas y disruptivas no suelen encontrarse buscándolas. El caso de Einstein no fue distinto. Jamás habría imaginado que sus bellas teorías fundamentales del espacio y el tiempo, de la materia, la luz y la energía, no sólo cambiarían nuestra concepción de la Naturaleza, sino que acabarían siendo parte de nuestra vida cotidiana.
Einstein terminó sus estudios en 1900, cuando la física permitía entender los fenómenos naturales en escalas que iban desde la décima de milímetro hasta el Sistema Solar. Él fue el principal responsable de que un siglo más tarde hayamos ampliado este rango hasta límites inverosímiles: desde las partículas elementales hasta el universo observable.
La Teoría de la Relatividad, que forjó casi en solitario, no hace más que confirmarse un día tras otro. La cereza del postre fue la reciente detección de ondas gravitacionales, oscilaciones del espacio-tiempo que viajan a la velocidad de la luz casi sin modificarse, trayendo información de eventos violentísimos en los confines del cosmos. Y fue uno de los pioneros de la Mecánica Cuántica, que nos permitió sumergirnos en el universo microscópico.
Estas fantásticas teorías nos regalaron innovaciones que ni el más ocurrente escritor de ciencia ficción podría haber soñado. El GPS, por caso, que hace un uso crucial de su Teoría de la Relatividad. O el láser, herramienta indis- pensable, basada en un comportamiento de la luz descrito por Einstein en 1917. Incluso la computación cuántica, tecnología que promete revolucionar la informática, le debe mucho a un trabajo que escribió con Boris Podolsky y Nathan Rosen en 1935. El Einstein más relevante para el desarrollo tecnológico fue el físico teórico, no el inventor.
Einstein no pretendía buscar gloria o fortuna a través de las patentes en las que trabajó. Lo impulsaban las mismas emociones que lo incentivaron toda su vida: el amor a la Naturaleza y a la cultura. Vivió su juventud en Alemania y Suiza, en tiempos en los que allí florecía una de las sociedades culturalmente más extraordinarias de la historia, rebosante de ciencia, arte y filosofía. Ante sus propios ojos y en muy poco tiempo, esta realidad transmutó en el escenario del horror más estremecedor del que tengamos memoria. Renunció a la nacionalidad alemana cuando Hitler alcanzó la cancillería. Ya había renunciado a ella antes, cuando fue convocado al servicio militar. No creía en las fronteras, de modo que, ¿cómo estaría dispuesto a pelear contra otros seres humanos por el hecho de haber nacido en lugares distintos?
La Segunda Guerra Mundial tuvo como colofón el uso de armas nucleares contra la población civil en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Einstein comprendió de inmediato las graves consecuencias que tendría para la humanidad una carrera armamentística nuclear. Junto a Bertrand Russell y otros intelectuales iniciaron las conferencias Pugwash, orientadas a informar a los gobiernos de los enormes riesgos que se corrían en caso de explorar esos funestos caminos. Estas conferencias siguen celebrándose y Argentina tiene representantes en ella, custodiando el valioso legado del pacifismo de Einstein.
Einstein es la más grande muestra de amor, pasión y genio creativo en pos de la especie humana. Un destilado de lo más sublime que nos regaló el siglo XX y un testigo presencial de sus momentos más siniestros; un gran clásico que no pierde relevancia y frescura y que, como diría Italo Calvino, “nunca deja de decir lo que tiene que decir”. Pongamos atención. Escuchemos a Einstein. ■