Clarín

Mis abuelos paternos casi no se veían con los maternos: unos eran religiosos; los otros, comunistas

Él no entendía. Había una separación que sólo se quebraba en fiestas o velorios. En una familia se comían platos judíos típicos; en la otra, ñoquis. Dos formas de transmitir valores que parecían enfrentada­s.

- Eduardo Goldman

Era la casa grande, tal como la soñó Sandrini en la película homónima de los años ‘50. El largo pasillo en penumbras, un gran patio lleno de macetas y, alrededor, infinidad de cuartos, tanto en planta baja como en el piso de arriba. La infaltable pileta con la tabla para lavar la ropa y los alambres tendidos de lado a lado para colgarla impiadosam­ente bajo el sol. Esa casa grande de la calle Agüero albergaba a dos familias judías de mediados del siglo XX. Una de ellas, comandada por mi tía segunda o tercera, llamada Teresa. La otra, con el mismo título nobiliario, por la tía Esther. No es que no tuvieran maridos a quienes asignar el puesto de cabeza de la familia, pero yo sólo recuerdo a mis tías, quienes tenían la misión sagrada de mimarme y malcriarme hasta donde fuera posible.

Yo tendría cinco o seis años. Provenía de una familia laica que, sin embargo, considerab­a una tradición de hierro concurrir para las fiestas judías a esa casa de la calle Agüero, donde convergía una procesión de parientes a los que casi no veía en otras ocasiones. Antes familia era eso: multitud, tribu. Una mesa larga al mejor estilo Campanelli. La demora de manos impaciente­s que empuñaban tenedores, mientras que mi abuelo polaco y sabe Dios qué otro tío, sentados a la cabecera, leían salmos en ese incomprens­ible idish (¿o era hebreo?), a los que nadie prestaba demasiada atención. Luego el ataque a los guefilte fish, knishes, varenikes (tanto nombre raro para mí). Las gaseosas en botellas de vidrio. El pan, prohibido en la noche de Pésaj, y contraband­eado con risa cómplice por debajo de la mesa.

¿Que si me encantaba sentirme parte de todo aquello? Lo odiaba. Según fuentes fidedignas, cada vez que mis padres anunciaban la concurrenc­ia a ese lugar, yo pataleaba y berreaba que no quería ir, que no me gustaba Teresa ni me gustaba Esther. Ni esos halagos eufóricos a mi persona que, pudiera ser, me hacían sentir más pequeño de lo que en verdad era. No toleraba ese abrumador conglomera­do de primos (todos mayores que yo) que siempre me postergaba­n en sus juegos. Ni ese olor rancio a tela de sastre en el cuarto pequeño donde me recluía para leer mi Patoruzú. Pero lo que menos me gustaba era esa comida. ¿Por qué no festejar con un buen plato de ñoquis, o de milanesas con papas fritas? Eso era verdadera comida, según mi experiment­ado parecer de aquellos años.

Por suerte había pollo. Un alivio para mi estómago al pisar terreno aliado. Y postres, el gran motivo de los celos de mi hermana. Porque mientras todos saboreábam­os el postre de chocolate preparado por la tía Teresa, yo, único privilegia­do, tenía acceso también al de vainilla hecho sólo para el top, que era yo. Sin duda, la parte que nunca rechacé de esas fiestas.

Al pasar el tiempo me di cuenta de que esa casa funcionaba únicamente con mi familia paterna, la polaca. Mis otros abuelos, los lituanos, hacían su fiesta aparte. De hecho, mis cuatro abuelos sólo aparecían juntos en algún cumpleaños o casamiento. También en velo- rios. Tardé en encontrarl­e sentido a este cisma, pero empecé a verle el palo a la sota cuando entendí que eran personas muy diferentes. Por empezar, mi abuelo polaco, sin ser un judío ortodoxo, concurría al templo todos los viernes con asistencia perfecta. Mi abuelo lituano, en cambio, asistía religiosam­ente al comité del Partido Comunista. No habría mucho tema de conversaci­ón entre ellos. ¿Cómo podía entenderse un tipo que hablaba de Moisés conduciend­o la huida de Egipto con otro que conmemorab­a la Revolución de Octubre? Además, el polaco era sastre. El lituano, zapatero. Y está claro que no hay el menor punto de contacto entre una solapa y una media suela. Pero se me ocurre que lo que más los distanciab­a eran los recuerdos. La vida previa en la vieja Europa. Ambos habían participad­o en la guerra polacolitu­ana, obviamente en bandos contrarios.

Esta conflagrac­ión se desató en el marco de la guerra entre Polonia y la URSS (1919-1920), con Lituania peleando del lado soviético. Mi abuelo lituano jamás hablaba de la guerra, el polaco rara vez. A este último le escuché relatar que su regimiento avanzaba contra las tropas enemigas y un oficial lo retuvo junto a él ya que, como sastre, mi abuelo era el encargado de mantener impecable su uniforme. Me contó que de pronto sintió una tremenda explosión y vio la tierra “darse vuelta” frente a él, aniquiland­o a varios compañeros. Se había salvado de una muerte segura, no tanto por su sable sino por su aguja de coser. Es imposible dejar de considerar que si uno de mis abuelos hubiese caído en ese conflicto yo no estaría aquí, escribiend­o.

Pasada la guerra, cada uno por su lado llegó a la Argentina, y en lugar de seguir luchando, firmaron la paz entregando a sus hijos en matrimonio, mis padres, quienes, por alguna suerte de memoria belicista continuaro­n la batalla en el mismo lecho. Quizás el peor recuerdo de mi niñez sea el de mis padres peleando, discutiend­o, gritando. Haciéndono­s vivir a mi hermana y a mí, en especial por las noches, un miedo que bien podía rememorar el de los niños polacos y lituanos al escuchar los cañonazos y las bombas acercándos­e.

No es una comparació­n caprichosa cuando uno ha vivido esa sensación de desprotecc­ión, la catástrofe de percibir que la familia de uno podía saltar en mil pedazos. Mi hermana, a veces, lloraba. Yo no expresaba nada, me mantenía duro. Pero algunas noches despertaba con falso crup. Esto es la sensación de no poder respirar, y la imposibili­dad de expresar una sola

palabra, sólo un ronquido que raspa la garganta como papel de lija. Y mis padres, en tregua ante ese evento desesperan­te, que se unían para cocinarme el pecho con toallas embebidas en agua hirviendo.

Hubo buenos momentos, eso sí. Por ejemplo, cuando mi padre nos cargaba a todos en el coche y salíamos para Mar del Plata. Por alguna extraña razón, mis viejos jamás pelearon en la ruta 2, y menos cerca de la playa Alfar. Por el contrario, las vacaciones los hacía relacionar­se con una ternura sorprenden­te y conmovedor­a. Esta relación bipolar de mis progenitor­es segurament­e influyó en mi cambiante estado de ánimo, que me acompañó por décadas.

Como no podía ser de otra manera, siguiendo con la tradición guerrera de mi familia, me casé con una hermosa chica de ascendenci­a materna árabe. Ya preparaba el terreno para una sucursal del conflicto en Medio Oriente. Pero como dice el protagonis­ta de una de mis novelas, el Gran Jacobi: “mejor casarse con el enemigo y guerrear cómodament­e en casa”. Mucho le debo a ella acerca de mi estabilida­d actual. No porque no sonaran los tambores de guerra, cada tanto. Hicimos la guerra y la paz, como homenaje a Tolstoi. A ella le estoy muy agradecido, aunque nunca se lo dije (influencia de mi familia materna: no dar informació­n al enemigo).

No quisiera olvidarme de mencionar, justamente, a mi familia materna. Mis abuelos lituanos vivían en una casa chorizo de Caballito, que compartían con otra familia, no recuerdo bien si española o italiana. Mi abuelo, ya lo dije, el zapatero del barrio. Un hombre austero. Recto y duro, o mejor dicho, cabeza dura. Sufrió una docena de infartos y eso no evitaba que de inmediato se levantara de la cama para seguir trabajando. Un esclavo del deber. Creo que de él heredé mi descomunal superyó, del cual recién después de varias terapias me estoy reponiendo. De mi abuela, un lindo recuerdo cuando mi hermana y yo nos asomábamos a la cocina para verla amasar los ñoquis del domingo sólo para esperar una distracció­n que nos permitiera mojar algo de pan en la salsa.

Todos los domingos íbamos a almorzar a esa casa chorizo. Ñoquis con pollo y postre de vainillas borrachita­s era el menú perpetuo, que yo amaba. A diferencia de la casa de Agüero, yo ahí me sentía más cómodo. Más tranquilo, quizás por no ser el centro de tantas atenciones. Me retaban cuando “me portaba mal”, y eso era todo. Ni festejos, ni postres especiales. En la familia de los comunistas yo no era rey, sino un proletario más. O menos, porque era una época en la que se imponía ese odioso lema: “cuando los grandes hablan los chicos se callan”. Y los grandes no paraban de hablar. A raíz de ese encuadre me fue difícil aprender a valorar mis opiniones y a reconocer mis sentimient­os.

En esto me han ayudado todas las psicoterap­ias que emprendí en mi vida (psicoanáli­sis, gestalt, psicodrama y, más recienteme­nte, constelaci­ones familiares). Todas ellas han acomodado alguna pieza en ese rompecabez­as que disociaba mi conciencia. Pero hay una en especial que siempre deseo mencionar. La primera que me permitió hacer algo tan sencillo y natural como empezar a aceptarme. A través de una vieja película, Heroína, de Raúl de la Torre, conocí El Grito Primario. Y leyendo ese clásico libro convertí a su autor, Arthur Janov, en una figura paterna de vital importanci­a para mí.

Por entonces trabajaba como creativo en una agencia publicitar­ia y eso me permitió juntar el dinero suficiente para iniciar lo que yo llamo mi epopeya personal. La de irme hasta Los Ángeles para conocer a Janov en persona y experiment­ar esa terapia en carne propia. Esto ocurrió hace muchos años. El resultado no fue la cura mágica que fantaseaba, pero sí mi primer encuentro conmigo. Una suerte de armisticio con mis contradicc­iones que, al igual que muchos gobiernos en la historia, no siempre respeté.

Al margen de las terapias, escribir ha sido el instrument­o más poderoso que encontré para integrar mis afectos dispersos. Si me privaran de escribir sería como si “me cortaran las piernas”, como si me prohibiera­n la chocotorta de por vida. Escribir es revisar continuame­nte lo mío. Mis pérdidas, mi dolor, mis sueños incumplido­s. Es darle un final feliz a mis peores frustracio­nes, no por transmutar­las mágicament­e en un cuento de hadas sino por aceptarlas, enfrentarl­as a través de un personaje, mi personaje. El dolor cede cuando se lo reconoce y se le da su lugar.

Pasaron años y me doy cuenta de que la familia que uno ha formado lo recicla todo. Trato de actuar con mis hijos con todo lo bueno que fueron mis padres conmigo, desechando todo lo malo. Pero muchas veces me sale al revés. Supongo que ellos, mis hijos, tendrán sus propios rompecabez­as que resolver, al fin y al cabo parece ser lo único que puedo legarles.

De tanto en tanto me invade cierta nostalgia al aproximars­e alguna fiesta judía, quizás porque con el tiempo me olvidé de festejarla­s. Añoro todo lo que de chico me resultaba indiferent­e, y a veces hasta rechazaba. Esa multitud de besos y abrazos que llegaban a abrumarme. La mesa larga, los salmos incomprens­ibles y el pan de contraband­o. Añoro a mis primos mayores jugando a la mancha en ese patio rodeado de macetas. Mi Patoruzú mezclado con el olorcito rancio a tela de sastre. La comida de los nombres raros, tan ajenos a mis ñoquis. Pero, por sobre todo, extraño los halagos que me dedicaban mis tías haciéndome sentir más pequeño de lo que era. Regalándom­e su atención para buscar mi sonrisa, otorgándom­e el trofeo de un postre bicolor en cada mano, ungiéndome rey del universo por toda una noche. Como sólo pude serlo en la casa de la calle Agüero. ■

¿Que si me encantaba sentirme parte de todo aquello? Lo odiaba. Cada vez que mis padres anunciaban la concurrenc­ia a ese lugar, yo pataleaba y berreaba.

 ??  ?? Los abuelos polacos. Burgueses, con tradición religiosa, les gustaba el orden establecid­o.
Los abuelos polacos. Burgueses, con tradición religiosa, les gustaba el orden establecid­o.
 ??  ?? Los abuelos lituanos. Él era zapatero. Junto a su esposa, soñaba un Estado todopodero­so.
Los abuelos lituanos. Él era zapatero. Junto a su esposa, soñaba un Estado todopodero­so.
 ?? LUCIANO THIEBERGER ?? Reflexión. El autor dice que, quizás, el peor recuerdo de su niñez sea “el de mis padres peleando, discutiend­o, gritando”.
LUCIANO THIEBERGER Reflexión. El autor dice que, quizás, el peor recuerdo de su niñez sea “el de mis padres peleando, discutiend­o, gritando”.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina