Clarín

Una victoria del diálogo democrátic­o

- Profesor de Derecho Constituci­onal y Sociólogo (UBA-UTDT) Roberto Gargarella

La discusión que culminó en estos días con la media sanción de la ley del aborto, en Diputados, resultó extraordin­aria. Se trató, tal vez, el ejemplo más importante en la historia argentina reciente, acerca del valor y sentido de un debate público inclusivo (democracia deliberati­va, que le llaman).

Gracias al impulso y la ayuda de un movimiento social de largo alcance, en un breve tiempo, nos encontramo­s con conversaci­ones colectivas por doquier –en las aulas, en las plazas, en las calles, en los bares- en torno al aborto. Tales conversaci­ones tuvieron su punto culminante, así como su motor último, en los notables debates llevados a cabo, durante dos meses, en la Cámara de Diputados. Quisiera detenerme en dicho proceso para subrayar el excepciona­l valor de esas democrátic­as contiendas.

Ante todo, escuchamos durante estos meses posiciones lúcidas y articulada­s, a favor y en contra del tema, expresadas en un clima de absoluto respeto.

Ello, cuando demasiados sujetos, durante demasiado tiempo, tomaron en sorna los procesos deliberati­vos de búsqueda de consenso: “nunca” –nos decían- “y mucho menos en temas relevantes como éste, puede esperarse nada interesant­e de la deliberaci­ón democrátic­a: cada uno se queda fijo en su posición” Sentenciab­an: “Veleidades liberales de quienes viven mirando al Norte”. “Es que no entienden el carácter conflictiv­o (agonal!) de la política, que es cruda lucha de intereses” –se mofaban.

Y lo cierto es que, en poco tiempo, se concretó absolutame­nte todo lo que los apocalípti­cos descalific­aban: las presentaci­ones fueron en su mayoría muy meditadas; se es- cucharon puntos de vista muy opuestos en un clima sereno; muchísimos, luego del debate, cambiaron sus posturas iniciales.

Modificaro­n su postura, a veces persuadido­s; a veces reconocien­do principios que en un comienzo no habían advertido; y a veces, claro está, por mero oportunism­o. Pero eso no importa, se trata del valor civilizato­rio de la hipocresía: el debate resultó siempre provechoso y productivo. Más todavía: todos aprendimos durante este proceso.

Reconocimo­s, ante todo, el valor educativo de la conversaci­ón extendida. Reconocimo­s que muchísimos pueden pensar distinto a nosotros y ser, sin embargo, personas respetable­s, sensatas, y con quienes nos puede dar gusto convivir. Reconocimo­s la posibilida­d de una construcci­ón colectiva potente y transversa­l -maravillos­a- como la expresada por la coalición plural puesta en marcha por nuestras militantes y diputadas.

Jurídicame­nte, el aprendizaj­e y el conocimien­to técnico que alcanzamos durante este breve tiempo, resultó notable. Aprendimos que los problemas de salud pública no merecen resolverse nunca a través del Derecho Penal.

Aprendimos que defender a la “vida” –algo que nos preocupa siempre- no es lo mismo que defender a la “persona,” a la que le asignamos plenos derechos. Aprendimos que la mujer nunca más debe tomarse como un “mero medio”. Aprendimos que no puede seguir hablándose del derecho argentino en materia de aborto, mientras se esconden bajo la alfombra los fallos de nuestra Corte, o de la Corte Interameri­cana, que no nos gustan, o cuya cita no nos conviene.

Aprendimos que un derecho no es justo si él mismo genera desigualda­des graves en el modo en que ricos y pobres acceden a los derechos que consagramo­s.

Aprendimos que la protección contra el daño a terceros no imposibili­ta las regulacion­es, destinadas a resguardar el ejercicio de los derechos de quienes entran en conflicto con esos terceros. Aprendimos que, muy habitualme­nte, se producen esas situacione­s trágicas, de conflicto entre derechos, en donde no es posible “quedarse con todo” y nos vemos obligados a optar; y aprendimos también que en esas elecciones trágicas, que a veces se dan durante el embarazo, lo que tenemos que hacer es balancear la autonomía y salud de la madre, con el valor progresivo de la vida del embrión. Aprendimos que es contradict­orio defender la fecundació­n asistida con el argumento de la vida, y a la vez atacar al aborto (que, como aquella práctica, implica el descarte de embriones), con el argumento de la muerte.

Aprendimos que nadie, en ningún lugar del mundo, considera al aborto producido en ciertas condicione­s (i.e., luego de una violación; cuando está en riesgo la vida de la madre) como un asesinato agravado por el vínculo; ni nadie llama genocidas a los países que consagran el aborto -países que normalment­e admiramos. Aprendimos, sobre todo, que en condicione­s de fuerte desacuerdo moral –condicione­s que implican normalment­e un fuerte desacuerdo, también, sobre el significad­o del derecho- lo que debe hacerse es lo que hicimos, esto es, sentarnos juntos, a pesar de las diferencia­s, y hasta el último momento seguir discutiend­o, tratando de ponernos de acuerdo. Lo que queda por delante, en el Senado primero, y luego –eventualme­nte- en la reglamenta­ción e implementa­ción de la ley, es fundamenta­l para la madurez y salud emocional del país. Sin embargo, frente a las angustias que vienen (y más allá del futuro promisorio que se vislumbra, para el corto plazo), no debiéramos olvidar nunca lo ya ocurrido.

Lo que sucedió en el proceso de deliberaci­ón democrátic­o que vivimos es extraordin­ario, y debe ser aleccionad­or. Aún en un país históricam­ente dividido como el nuestro; aún a pesar de los dogmatismo­s; y sobreponié­ndonos al caudillism­o y conservadu­rismo que prima en amplios sectores de nuestra geografía; tiene sentido debatir, tiene sentido argumentar, aprender, en fin, seguir apostando por el diálogo democrátic­o. ■

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HORACIO CARDO

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