Clarín

La parábola de la carnicería de Carlitos

- Miguel Jurado mjurado@clarin.com

La carnicería de Carlitos estaba bien considerad­a en el barrio. No tanto por la carne como por la charla. Señoras y abuelas hacían cola para comprarle y escucharlo. Carlitos siempre tenía un piropo, una salida ocurrente y nunca se olvidaba del nombre de ninguna, ni de lo que les gustaba ni de lo que habían comprado la última vez.

A pesar de todo su carisma, Carlitos estaba convencido de que la gente iba por la carne. “En este país, la carnicería siempre va a ser negocio”, le decía a su mujer. Sin embargo, de a poco, los clientes empezaron a ralear y el negocio dejó de funcionar. El barrio estaba cambiando, cada vez había menos abuelas y más jóvenes que compraban comida hecha.

La mujer de Carlitos, la verdadera dueña del local, se dio cuenta de que si lo alquilaba iba a sacar más plata que con la carnicería y le pidió que la cerrara.

Carlitos seguía creyendo en la carne, e hizo todo lo que pudo por resistir, pero tuvo que buscar otro trabajo. Se sintió derrotado. Ni si- quiera lo consolaba el hecho de que la iniciativa de su esposa no terminaba de funcionar bien.

El local fue ocupado como depósito, pequeño almacén y despacho de pan. Nada prosperaba y si bien la mujer de Carlitos recibía el ansiado dinero, los inquilinos iban y venían dejando cuentas sin pagar y adeudando alquileres.

Pero la vida da revancha. Hace unos meses se instaló una hamburgues­ería y ahora el negocio explota de gente todos los días. Hasta hacen cola y se amontonan las motos de los delivery.

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