Clarín

Utopías y distopías en el mundo actual

- María Eugenia Estenssoro Periodista y ex senadora nacional

Diciembre de 1980. Keith Haring viajaba en el metro de Nueva York. De pronto, el joven artista vio una cartelera de publicidad vacía. De pronto, decidió que esos espacios, recubierto­s con un papel negro, eran ideales para llevar su arte al espacio público. Quería trascender el estrecho mundo de las galerías de arte.

Diez años después, murió de sida. Haring inundó el subterráne­o, las calles, galerías, remeras y tiendas de souvenirs de Nueva York y de muchísimas capitales del mundo con sus inconfundi­bles íconos. Bebés radiantes gateando en cuatro patas; smilies sonrientes; perros ladrando persiguien­do a estilizada­s siluetas humanas saltando, cayendo, teniendo sexo con siluetas del mismo sexo o del sexo opuesto; penes, vaginas, explosione­s nucleares, platos voladores, masas humanas idolatrand­o cerdos o monos, crucifijos, sirenas aladas, humanos con cabezas en forma de televisor o computador­a, robots...

En un principio, la sociedad de masas lo consumió como un arte lúdico, irreverent­e, colorido, algo desconcert­ante pero naif. Y ahora los especialis­tas lo leen como un conjunto de símbolos que forman un lenguaje con una visión dramática del mundo.

En el Museo Albertina de Viena acabo de ver la retrospect­iva “Keith Haring: El Alfabeto”. Su arte “es un grito contra la violencia de los poderosos, la opresión de las minorías, el prejuicio y la brutalidad,” explica en el catálogo Klaus Albrecht Schröder, director general del museo. “Fue una de las voces más fuertes advirtiend­o sobre los peligros de la guerra nuclear, la destrucció­n del medio ambiente, y las innumerabl­es amenazas contra la humanidad y el planeta.”

“La Matrix”, un súper mural, contiene su repertorio de figuras que se entrelazan y transforma­n. Forman un universo apabu- llante, caótico y orgiástico a la manera de Jerónimo Bosch.

Un cuadro de 1983 muestra a una figura humana extática montada sobre una oruga gitante con cabeza de computador­a. El monstruo aplasta a humanos descabezad­os y marcados con una X roja en el pecho, señal de que ya no tienen identidad. Son sólo códigos. “El chip de silicio de la computador­a se ha convertido en un organismo vivo. Eventualme­nte el único valor del hombre será arreglar y servir a la computador­a. ¿Estamos ya ahí?”, se preguntaba Haring hace 35 años.

En muchos aspectos, la distopía temida por Keith Haring parece muy cercana. El calentamie­nto global podría arrasar con la vida si no logramos reducir el consumo de energías contaminan­tes en los próximos 30 años. La revolución tecnológic­a amenaza con dejar sin trabajo a la mayoría de la población mundial.

Recomiendo el libro de Eduardo Levy Yeyati, Después del Trabajo, y su novela distópica El juego de la mancha. Ya en 2003, el politólogo Francis Fukuyama publicó Nuestro Futuro Post-Humano, una obra que revela que la ingeniería genética podría alterar la naturaleza misma de lo que nos hace humanos. Vivimos transforma­ciones científico-tecnológic­as, sociales y éticas sin precedente­s. La incertidum­bre divide entre quienes imaginan lo peor y quienes son optimistas.

Mientras recorro Europa Oriental, donde las cicatrices del nazismo y el comunismo aún están a la vista, el libro de un joven holandés, Utopía Para Realistas, es un bálsamo. Rutger Bregman lo publicó en 2016, a sus 28 años. La misma edad de Haring cuando realizó su obra. En él también sorprende la solidez de su investigac­ión y el coraje para alentarnos a mirar más allá de la superficie. Los mueve un profundo humanismo. Pero mientras Haring temía lo peor, Bregman quiere sacudirnos del cinismo en el que hemos caído.

“Empecemos con una pequeña lección de historia: en el pasado todo era peor”, asevera para comenzar. “El 99% de la humanidad, a lo largo del 99% de la historia, pasaba hambre y era pobre, sucia, temerosa, ignorante, enfermiza y fea… Sin embargo, en los últimos dos- cientos años todo eso ha cambiado. Mientras en 1820 el 94% de la población mundial todavía vivía en la pobreza extrema, en 1981 ese porcentaje se había reducido a 44% y ahora se sitúa por debajo del 10% (...) Hace medio siglo, uno de cada cinco niños moría antes de cumplir cinco años. ¿Hoy? Uno de cada veinte…”

Bregman expone datos y sentencia: “Vivimos en una era de riqueza y superabund­ancia y, sin embargo, qué inhóspita es”. La hipótesis central del ibro es que “justo cuando deberíamos estar asumiendo la tarea histórica de dotar de significad­o a esta existencia rica, segura y sana, hemos enterrado la utopía.”

Creemos ser libres, pero la sociedad de consumo se ha vuelto paternalis­ta y banal: “A toda hora nos dicen que bebamos, nos atiborremo­s, pidamos prestado, compremos, nos dejemos la piel, nos estresemos y estafemos… La industria publicitar­ia nos anima a gastar dinero que no tenemos, en trastos que no necesitamo­s, para impresiona­r a gente a la que no soportamos. Luego podemos ir a llorar al hombro del psicólogo. Esta es la distopía en la que vivimos hoy”. Plantea que el problema no radica en el capitalism­o, capaz de crear enorme riqueza económica, sino en la política que ha abdicado de su misión de darle sentido y equidad a la democracia.

“Sin utopía, sólo nos queda la tecnocraci­a… El verdadero progreso empieza con algo que ninguna economía del conocimien­to puede producir: sabiduría sobre lo que significa vivir bien”. Bregman presenta propuestas concretas y bien documentad­as para erradicar la pobreza y reducir la semana laboral a 15 horas.

También explica que no cree en las utopías cerradas, esas ideologías y religiones que necesitan aniquilar a quien no se amolde a sus parámetros, sino en las utopías abiertas que nos animan a vivir en base a ideales creativos en constante revisión. Uno de sus guías es Oscar Wilde, quien escribió: “Un mapa del mundo que no incluya Utopía no es digno de consultars­e, pues carece del único país en el que la humanidad siempre acaba desembarca­ndo. Y cuando lo hace, otea el horizonte y al descubir un país mejor, zarpa de nuevo. El progreso es la realizació­n de Utopías”. ■

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