Clarín

Extranjero­s: ¿deberían pagar por estudiar?

- Eugenio Marchiori Profesor de la Escuela de Negocios de la Universida­d Torcuato Di Tella

Katerina es checa. Estudiante destacada, eligió como tema de su tesis de grado el idioma español. Para profundiza­r su preparació­n, realizó un intercambi­o estudianti­l en una prestigios­a universida­d privada local. Sus participac­iones en clase fueron siempre oportunas y acertadas. La presencia de alguien de una cultura lejana resultó un indiscutid­o aporte de valor para compañeros y profesores. Su cariño por Argentina hizo que regresase varias veces luego de completar sus estudios; incluso, en nuestras tierras encontró el amor: José, un costarrice­nse, estudiante de Ciencias Económicas de la Universida­d de Buenos Aires. Cuando él terminó su carrera, viajaron a la República Checa donde planean pasar una vida juntos.

Existe un axioma incuestion­able: los alumnos extranjero­s son una necesidad debido a que son una fuente de diversidad cultural imprescind­ible en un mundo interconec­tado. Nada más cierto. Por eso es positivo que se los reciba con afecto.

Después de todo, nuestro país se debe a los inmigrante­s que decidieron edificar aquí su vi- da. Sin embargo, la pregunta es la siguiente: ¿resulta justo que no paguen sus estudios?

Otros destinos codiciados, como Australia, Europa o Estados Unidos, tienen una serie de rígidos requisitos y visados para autorizar el ingreso de estudiante­s extranjero­s. En la mayoría de los casos, se trata de alumnos de intercambi­o (excelente modalidad) que permanecen sólo unos meses en esos países.

Salvo aquellos escasos aventajado­s que consiguen becas, los que deciden cursar sus carreas deben pagar para asistir a sus universida­des.

Algunos defensores de la gratuidad sostienen que los visitantes –además de dejar su legado cultural que, como dijimos, es sin duda valioso– dejan divisas en forma de consumo (alquileres, comidas y otros servicios). Los que respaldan esta postura parecen no haber notado que muchos trabajan en bares –por cierto, la mayoría lo hace con suma dedicación y respeto– o en otros lugares para reunir, precisamen­te, aquello con lo que devolvería­n parte de lo que se llevan. En general, se trata de trabajos precarios, sumamente convenient­es para quienes los emplean, ya que les resulta más sencillo esquivar las duras leyes laborales que rigen para los locales.

En caso de no poseerlo, el dinero no es el único medio con el que los extranjero­s podrían costear su carrera. Por ejemplo, podrían firmar un contrato para trabajar en el país durante un tiempo, tras haberse recibido (tal vez, el mismo que insuman sus estudios); o podrían compromete­rse a pagar la formación de un futuro colega a través de los “prestamos de honor”. Encontrar maneras equitativa­s solo requiere un poco de imaginació­n.

En las universida­des privadas locales, es habitual encontrar alumnos de diferentes partes del mundo. Ellos pagan por sus estudios, y eso no parece detenerlos. La calidad de la enseñanza es el incentivo –al menos debería serlo– por el que los estudiante­s de otras latitudes vienen a educarse a nuestro país.

Hace años que Argentina decidió invertir en la carrera universita­ria de sus jóvenes. Como toda inversión, se justifica en la medida en que sus beneficios vuelvan –en este caso en forma de ejercicio de la profesión– a quienes estuvieron dispuestos a emplear parte de su patrimonio para la educación de otros. ■

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