Clarín

Esas marcas en el alma que son pruebas de vida

- Sfesquet@clarin.com

Cuentan que todo empezó en Japón allá por finales del siglo XV, con la rotura de los dos tazones de té que más apreciaba el poderoso Ashikaga Yoshimasa. Afligido por esto, el funcionari­o decidió enviarlos a China para su reparación. El trabajo no lo dejó conforme, ya que una suerte de toscas grapas afeaban los recipiente­s y decidió recurrir entonces a artesanos japoneses que dieron con la técnica adecuada: en vez de intentar disimular las grietas de la rotura optaron por resaltarla­s.

El resultado fueron dos bellísimos tazones, con su historia a cuestas, surcados por líneas doradas. Así nació el kintsugi, o carpinterí­a de oro, en japonés, una forma nueva de reparar cerámica que se convirtió en manifestac­ión de arte. A tal punto que llegó a insinuarse que había quienes rompían los objetos amados con la sola intención de embellecer­los gracias a las bondades de esta técnica.

Al igual que los objetos, el alma también tiene sus heridas y sus marcas. Es inútil pretender que no existen; son ni más ni menos que la prueba y la demostraci­ón cabal de que hemos vivido. Al revés de lo que viene a exaltar el kintsugi, muchas veces nuestra cultura se empeña en exhibir rostros y vidas por las que el sufrimient­o parece haber pasado de largo.

Todos sabemos que no es así. Ha habido pérdidas que nos han atravesado, dolores y tristezas, duelos que sólo el tiempo puede aplacar, aunque nadie llene el vacío de esas ausencias. Haberlas padecido, sobrevivir a ellas, es lo que nos hace humanos. Ya lo escribía André Maurois: “Entre su alma y la de un niño no había más diferencia­s que algunas cicatrices”.

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