Clarín

De la desilusión mejor hablamos otro día

- Alberto Amato alberamato@gmail.com

El diccionari­o no es generoso con la ilusión, que es una de nuestras pasiones. La define como un concepto, o una imagen, o una representa­ción sin ataduras con la realidad, sugerida por la imaginació­n, o engañada por los sentidos. Ya saben: ver un oasis en el desierto, para lo que andamos nosotros por los desiertos. Recién la segunda acepción nos acerca más al sentimient­o. Así es como la ilusión es la “esperanza cuyo cumplimien­to parece especialme­nte atractivo”. Definición modesta, debilucha y constreñid­a. Pero por allí nos entendemos mejor, por esa esperanza que, anhelamos, se cumpla. La pregunta es por qué nos ilusionamo­s, con lo que nos cuestan y nos duelen las desilusion­es.

Parece que la ilusión hace que aumenten los niveles de dopamina en el sistema límbico: tálamo, hipotálamo y demás yerbas. ¿A quién le importa? Nuestras ilusiones son tan vastas y modestas, que abarcan desde una vi- da mejor en esta vida, hasta esa espera angustiosa por el teléfono que no suena.

Saber qué nos ilusiona, nos define. Al menos nos describe. No podemos vivir sin ilusiones, esa es la verdad. Seríamos ese desierto sin oasis en el que se nos pierde el rumbo, la luz y los caminos. Somos nada sin ese pedacito de esperanza que despierta cada mañana con nosotros y nos permite calentar motores.

Estos son días de ilusiones. Algunas, ya frustradas; otras enteritas y otras esperan su turno para la frustració­n. Todas las ilusiones, nos mantienen vivos. De la desilusión, hablamos otro día. El juego entre las dos, ese sube y baja divertido y siniestro, nos va a acompañar hasta el final. En eso, no se hagan ilusiones.

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