Pena, remordimiento y culpa: los soldados y la guerra con los drones
El término no es nuevo. El concepto de “herida moral” apareció acuñado en 1994 en el libro “Aquiles en Vietnam”, obra del psiquiatra Jonathan Shay, quien se inspiró en La Ilíada, el poema épico de Homero, para explorar la naturaleza de las heridas que afligían a los veteranos de la guerra de Vietnam. Shay interpretaba La Ilíada como “la historia del desmoronamiento del personaje de Aquiles” que, según sostenía, se manifiesta cuando su jefe, Agamenón, traiciona su sentido de lo que es “correcto,” provocando así un estado de desilusión y el deseo de “hacer cosas que él mismo consideraba malas”.
Quince años más tarde, el término “herida moral” comenzó a aparecer con mayor frecuencia en la literatura relativa a los heridas psíquicas causadas por la guerra, pero con un significado ligeramente diferente. Donde Shay subrayaba la traición de lo que es correcto por parte de las figuras de autoridad, un nuevo grupo de investigadores amplió el enfoque original para incluir la angustia que se derivaba de “perpetrar, no impedir o ser testigo de actos que transgreden creencias morales profundamente arraigadas”, como sugería un artículo publicado en 2009 en la revista Clinical Psychology Review. En otras palabras, este grupo lo definía como una herida provocada cuando los soldados que vadean la niebla de la guerra se traicionaban a sí mismos, mediante acciones nocivas que perpetraban ellos o bien veían cometer por otros. Esta definición cobró forma contra el telón de fondo de las guerras libradas en Irak y Afganistán, conflictos caóticos en los que resultaba muy difícil distinguir entre civiles e insurgentes, y en los que las normas del combate eran flexibles y grises.
Uno de los autores del artículo publicado en la “Clinical Psychology Review” era Shira Maguen, investigadora que comenzó a trabajar sobre las cargas morales de la guerra mientras asesoraba a veteranos en una clínica especializada en Boston. Al igual que la mayoría de los psicólogos que trabajan con veteranos de guerra, Maguen estaba capacitada para centrar su trabajo en las secuelas de los traumas provocados por el miedo: artefactos explosivos improvisados que volaban en pedazos los Humvees de los soldados o escaramuzas que acababan con la vida de miembros de su unidad.
La relación con esos sucesos potencialmente mortales quedó firmemente establecida. No obstante, en muchos de los casos tratados por ella, el origen de la angustia parecía encontrarse en otra parte: no en los ataques del enemigo a los que los veteranos habían conseguido sobrevivir, sino en los actos que habían cometido ellos y que habían cruzado sus propias líneas éticas. “Escuché hablar de experiencias en las que la gente mataba y pensaba estar tomando la decisión correcta”, dijo Maguen, “y después descubrían que en ese auto viajaba una familia”.
El significado y la magnitud de la herida moral siguen siendo una cuestión controvertida. “No es un concepto ampliamente aceptado por el estamento militar y tampoco por la comunidad psicológica”, explicó Wayne Chappelle, miembro de la Escuela de Medicina Aeroespacial en la Base de la Fuerza Aérea en Wright-Patterson y agregó que no creía que fuese una cuestión frecuente o extendida entre los operadores de drones. No dejaba de ser una afirmación sorprendente, ya que Chappelle era autor del estudio que revelaba que muchos guerreros de drones luchaban con persistentes emociones negativas después de los ataques y se sentían “conflictuados, irritados, culpables, arrepentidos”.
Pero la noción de que la guerra puede ser moralmente nociva es una cuestión espinosa y amenazadora para muchas personas dentro de las fuerzas armadas. Resulta revelador en este sentido que Chappelle describiera la herida moral como “hacer algo intencionalmente que sentías que estaba en contra de lo que pensabas que era correcto”, como el trato cruel aplicado a los prisioneros en Abu Ghraib. La definición utilizada por investigadores como Maguen es al mismo tiempo pro- saica y, para los militares, más subversiva: la herida moral la sufren los soldados mientras llevan a cabo exactamente aquello que sus comandantes, y la sociedad, exigen de ellos.
Algunos analistas piensan inmediatamente que su trabajo les ha dejado un residuo emocional. En el caso del soldado Christopher Aaron, operador de drones, esta sensación se manifestó de manera gradual, coincidiendo con un cambio en su visión del mundo, a medida que su beligerante apoyo a la “guerra contra el terrorismo” daba paso a dudas cada vez mayores. La desilusión comenzó a revelarse en etapas y, retrospectivamente, se dio cuenta de que había comenzado poner en duda lo que hacía.
Aaron trabaja hoy como analista de oro y otros metales preciosos. En general no tiene dolores físicos, gracias en parte a la práctica del yoga y la meditación. Lo asaltan sin embargo algunos sueños violentos. Pero parece haber recobrado la claridad y el sentimiento de poseer propósitos morales que perdió durante años. No hace mucho fue invitado a exponer su historia en un evento de la Iglesia Menonita. Antes de empezar, pidió un momento de silencio “por todas las personas que he matado o ayudado a matar”. ■