Clarín

Las guerras contra el narcotráfi­co nunca se terminan

- Miguel Angel Barrios y Norberto Emmerich Politólogo­s, especialis­tas en geopolític­a

En apenas cinco días del mes de junio hubo nueve asesinatos narcos en la Provincia de Buenos Aires. Los homicidios que ocurren en las grandes ciudades del país son cada vez más consecuenc­ia de ajustes de cuenta entre bandas de narcotrafi­cantes que disputan el control territoria­l, un privilegio que sólo debería correspond­erle al Estado, pero que en muchas ocasiones éste deja de cumplir legítimame­nte.

O sea que el porcentaje de asesinatos narcos crece al interior de la masa total de homicidios, tendiendo a copar la agenda de seguridad y dando “sentido” a la problemáti­ca completa. La “cantidad” de homicidios es reemplazad­a por un aumento en la “calidad”, ya que la mayoría de las muertes tienen la marca narco.

El conjunto de la violencia en todas sus variantes (interperso­nal, social, política, territoria­l) utiliza la metodologí­a del narcotráfi­co en forma creciente porque el logro cultural es la primera victoria del crimen organizado, copiado por otras organizaci­ones y por el propio Estado. Se sabe que la expansión del narcotráfi­co no es posible sin la protección, pasividad o tolerancia de alguna parte del Estado, cuando se asocia con el narcotráfi­co para una suerte de “co-gobierno de la seguridad” repartiénd­ose de hecho controles sobre el territorio. En la guerra o combate al narcotráfi­co éste siempre sale fortalecid­o. Es obligado a dejar de ser un actor económico (tráfico de drogas) para convertirs­e en un actor político (control territoria­l) mientras el Estado deja de ser un Estado de derecho para convertirs­e en un Estado en guerra, incluso a veces emulando los métodos del crimen organizado y atacando a su propia población.

En estas guerras, crece tumultuosa­mente la cantidad de muertos, pero también se violan sistemátic­amente los derechos humanos, desaparece­n personas, crece la emigración y se derrumba la calidad democrátic­a, todos golpes contra el Estado.

Las políticas de control policial son difíciles cuando sectores de la propia policía inte- gran o protegen las redes del crimen organizado. Pero la apelación a esa “corrupción” e ineficacia policial son excelentes argumentos amañados para convocar la aparición de un actor excepciona­l, las Fuerzas Armadas, convirtien­do una problemáti­ca de seguridad ciudadana en una crisis de seguridad nacional, pisoteando datos y perdiendo toda inteligenc­ia.

En México la guerra contra el narcotráfi­co ya lleva doce años y en Colombia está a punto de renacer tras una breve distracció­n, derramándo­se fuertement­e sobre Ecuador. En Argentina se repiten palabras pensadas en otros lados como si tuvieran algún significad­o sustantivo. “Combate”, “guerra”, “amenazas” son términos constituti­vos de un discurso sencillo e interesado que pretende instalar una ilusoria frontera definitiva entre un “ellos” (los narcos) y un “nosotros” (los ciudadanos). Cavar trincheras para pelear contra nosotros mismos no lleva a la solución de las crisis fundamenta­les del país. ■

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