Clarín

El imaginario xenófobo-racista intoxica a las sociedades europeas

- Manuel Castells

Qué es el nazismo? Un sistema basado en la negación de los derechos humanos a ciertos humanos mediante la violencia del Estado. De un Estado que recibe su legitimida­d precisamen­te de esa capacidad de trazar un círculo dentro del cual están los suyos y los otros fuera. ¿Qué otros? Depende de las circunstan­cias, pero lo importante es esa inclusión y exclusión que hace a alguna gente sentirse protegida y justificar la violencia con quienes, por ser otros, pasan a ser alienígeno­s, y por tanto todo vale para mantenerlo­s a raya. Pero la frontera es movediza.

El dramaturgo alemán Bertolt Brecht señaló en tiempos de Hitler que “primero son los judíos, luego los gitanos, luego los homosexual­es, luego los comunistas. Y luego tú”. ¿Por qué yo? Pues porque te opones al Estado y por tanto eres sospechoso de complicida­d. Por ejemplo, en Hungría han aprobado una ley que condena a cárcel a quienes ayuden a inmigrante­s indocument­ados.

Cuando perdemos nuestra humanidad según lo que decida el Estado (porque el Estado hace y deshace las leyes) todo es posible. Sobre todo porque para que el nazismo viva tiene que habitar nuestras mentes, alimentado por ese miedo al otro del que nacen las barbaries.

Cuando Matteo Salvini, el nazi ministro del Interior italiano, llama a los refugiados del mar “carne humana” los niega como seres humanos. Cuando una periodista húngara zancadille­a a una niña pequeña huyendo con su padre de las cargas de la policía fronteriza, está violando su inocencia. Y cuando cada vez más europeos se movilizan en favor de partidos cuyo programa es precisamen­te la negación del otro, están cavando la tumba del sueño de una Europa basada en valores solidarios de civilizaci­ón. Porque, lo que se aplica a los otros, también se va aplicando a los inmigrante­s europeos,como demostró el Brexit y como saben muchos inmigrante­s españoles.

Y es que en el imaginario xenófobo-racista se confunden realidades muy distintas: inmigrante­s, refugiados y minorías étnico-religiosas. Se aplica la exclusión y el término inmigrante­s a personas nacidas en Europa, ciudadanos de un país europeo que pertenecen a minorías, en particular musulmanes.

En Francia, hay más de cinco millones de ciudadanos musulmanes; en la Unión Europea 25 millones. Y su proporción se incrementa por el diferencia­l de su tasa de natalidad. No vienen de fuera, ésta es su casa. Pero se les exige asimilació­n cultural a los patrones dominantes. Por ejemplo, cómo vestirse para las mujeres. Negándoles un derecho fundamenta­l: el derecho a su identidad religiosa a pesar de que la ciudadanía les otorga iguales derechos que a los demás.

La islamofobi­a es el cáncer de las sociedades europeas, alimentada por prejuicios ancestrale­s. Son las manadas nativas quienes violan, no los moros. Todavía no hemos aceptado que Europa, como Norteaméri­ca, es irreversib­lemente multiétnic­a, multicultu­ral y multirreli­giosa. Lo pasaremos muy mal si seguimos estigmatiz­ando a millones de conciudada­nos.

Pero también es irreversib­le la inmigració­n laboral, tanto documentad­a como indocument­ada. Y lo es porque el envejecimi­ento de la población europea requiere la renovación de la fuerza de trabajo y de la población en general. Sin la inmigració­n, la población española ya habría iniciado su declive.

Con consecuenc­ias tales como la no sostenibil­idad de la Seguridad Social, en la que el dato fundamenta­l es mantener la relación entre activos y pasivos para financiar las pensiones. Y si somos cada vez más viejos pero también vivimos más, sólo la llegada de nuevos flujos jóvenes de trabajador­es permite mantener el equilibrio. Mientras haya las enormes diferencia­s de desarrollo entre el norte y el sur del Mediterrán­eo, la presión migratoria continuará cualquiera que sea su costo humano. Distinta es la cuestión de los refugiados. Refugiados de guerras y destrucció­n, sobre todo en Oriente Medio, en las que Europa tiene parte de responsabi­lidad. Fueron aviones franceses, guiados por radares estadounid­enses, los que destruyero­n el régimen de Gadafi y condujeron a Libia al caos actual. Y fue la intervenci­ón múltiple e injustific­ada en Irak y Siria lo que provocó el desplazami­ento masivo de poblacione­s que llamaron a las puertas de Europa para salvar sus vidas. Porque muchos refugiados vivían mejor en Siria o en Irak que en el éxodo actual. ¿Dónde están los principios de asilo del que nos beneficiam­os los europeos, y en particular los republican­os españoles, cuando nos tocó a nosotros?

En fin, hay los refugiados del mar, esos miles (muchos menos de lo que parece) que se lanzan al Mediterrán­eo dispuestos a pagar con sus vidas su pasaje a una mejor existencia para sus hijos. Organizaci­ones humanitari­as (y no mafias como se dice) intentan salvar a quienes están en peligro inminente y, de hecho, mueren en el empeño.

Por su parte, los gobiernos se niegan a colaborar y se trasladan el problema mientras la gente muere. El PP, que ahora critica el esfuerzo humanitari­o de Sánchez, fue quien se negó en el gobierno a asumir la cuota de refugiados que le tocaba en el reparto europeo, de modo que menos del 10% de la cuota española de refugiados llegaron aquí, en comparació­n con el millón y medio en Alemania.

Entonces, ¿tendría que acoger Europa a la oleada de seres humanos cuyas vidas peligran? Pues, la verdad, es que sí, porque la alternativ­a es dejarlos morir. A partir del respeto al principio de socorrer a congéneres en riesgo de muerte, hay que articular políticas de cooperació­n europea, ayudas al desarrollo de otros países, mecanismos de acogida. Pero afirmando la humanidad de quienes llegan. Los esfuerzos de Sánchez, Macron y Merkel van en ese sentido. Pero chocan con otra oleada: la del nazismo en la sociedad que pervierte conciencia­s y alimenta demagogias políticas cada vez más amenazante­s, de Orban a Trump. Continuará. ■

Copyright La Vanguardia, 2018

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