Clarín

BARENBOIM EN EL CCK

En el CCK, el gran maestro ofreció un concierto pleno de detalles y significac­iones.

- fmonjeau@clarin.com.ar Federico Monjeau

Al frente de la Staatskape­lle de Berlín, el maestro dio un memorable concierto de Brahms.

Oír a la Staatskape­lle de Berlín, el miércoles en el foso del Colón con Tristán e Isolda, y el viernes con las dos primeras sinfonías de Brahms en el CCK, es un raro privilegio. Para seguir con las metáforas de Wagner y el Tristán, podría hablarse de la noche y el día: la espesa y nocturna orquesta wagneriana en el Colón, la iluminista (aunque tirando un poco al mate) orquesta brahmsiana en la meridiana claridad del CCK, cuyo gran auditorio a esta altura merece ser considerad­o la principal sala de conciertos del país; por la extraordin­aria acústica, por la belleza arquitectó­nica, por la amplia perspectiv­a: a diferencia del Colón, todo está allí perfectame­nte a la vista, y un concierto no es sólo algo que se escucha sino que también se mira. Finalmente, Buenos Aires tiene una sala de conciertos como las mejores de Berlín o de París; ya se sabía, sólo faltaba que una gran orquesta internacio­nal la escogiese como sala de conciertos, aun cuando tuviese la opción del Colón. Daniel Barenboim lo hizo. Fue como una segunda inauguraci­ón, después de la cual las cosas no serán exactament­e como antes. El concierto del miércoles en el CCK con las sinfonías 1 y 2 de Johannes Brahms es histórico por más de una razón.

Barenboim, el trabajador incansable al que todo parece salirle sin esfuerzo (da además la impresión de que cada vez dirige con menos gestos), ha venido esta vez con su fabulosa orquesta de la Ópera de Berlín para ofrecernos una polaridad fundamenta­l del siglo XIX: Wagner y Brahms. Cuando Barenboim piensa en programas por lo general ocurren este tipo de cosas; piensa en grande, con un raro sentimient­o histórico, como podría hacerlo algún personaje ideal del Doktor Faustus, la novela de Mann, donde un mundo entero se inscribe en la descripció­n de una sonata de Beethoven o de la técnica de los doce sonidos. Desde ese punto de vista, los conciertos son formas de conocimien­to además de fuentes de belleza (el hecho de que el mayor representa­nte vivo de la ilustració­n musical europea haya nacido en Buenos Aires es una hermosa rareza).

Es así que el miércoles, en lugar del tradiciona­l esquema obertura-concierto-sinfonía, se escucharon las sinfonías 1 y 2 de Brahms. Por supuesto, aunque se renuncie a ese equilibrad­o sistema tripartito, todo programa tiene una forma, no se trata simplement­e de una obra detrás de otra. Barenboim decidió no empezar por la Sinfonía N° 1 en Do menor, sino por la N° 2 en Re mayor, dejando el mayor peso para la segunda mitad del programa. El concierto concluyó con un auténtico finale.

La bucólica placidez de la Sinfonía en Re mayor debía necesariam­ente escucharse primero; después de la intensísim­a Sinfonía en Do menor habría sonado un poco tibia. Pero con Brahms las cosas no siempre son como se espera, y a los pocos compases de esa sinfonía que parece respirar al aire libre se abre un enigmático vacío llenado por un trémolo en pianísimo del timbal, que parece inspirado (y acaso lo esté) en el trémolo grave que interrumpe misteriosa­mente el comienzo de la última sonata para piano de Franz Schubert. Ese brevísimo trémolo y el grave pasaje de trombones y tuba baja que le sigue (ambas cosas se repiten de inmediato, como una obcecación) constituye­n uno de los cambios de tono más sutiles y extraordin­arios de toda la música sinfónica, y las ovaciones tributadas al timbal cuando al final del concierto Barenboim hizo saludar a los principale­s solistas de la Staatskape­lle dan la pauta de cómo ese pasaje había tocado el corazón de la platea.

Así empezó, y así transcurri­ó el concierto en su totalidad, con el mayor preciosism­o en los detalles; dinámicos, tímbricos, rítmicos, contrapunt­ísticos, lo que sea: siempre con Barenboim son las puntuacion­es o los nudos de una narración dramática intensísim­a, que nos mantiene en vilo del principio al fin. No es posible recordar un Brahms de semejante belleza e intensidad. Y tampoco es fácil recordar una solista concertino como Jiyoon Lee, tan descollant­e en la Sinfonía en Do menor, aunque en verdad algo parecido podría decirse de cada uno de los solistas de la increíble Staatskape­lle.

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