Clarín

La Grande + Juana Molina y la herencia progresiva

- José Bellas jbellas@clarin.com

El último sábado, en Niceto, Juana Molina fue la invitada estelar de La Grande, un proyecto que, al decir de su Facebook, “es una banda de Buenos Aires de música muy rítmica improvisad­a, compuesta y dirigida por Santiago Vazquez usando su lenguaje de ritmo con señas”.

No fue la primera vez que ví a la Molina confundida en un trance ajeno, en medio de una multitud de músicos, capaces y entrenados todos ellos, sin usar los codos para apartar la maroma, pero valiéndose de gracia & oficio para mantener la armonía.

En 2011, atravesand­o el largo hiato discográfi­co entre obras como Un día (2008) y Wed 21 (2013), ella fue una más en el mega-combo Congotroni­cs vs Rockers, una conjunción de diez músicos del Congo (cuya electrific­ación de la música tradiciona­l del país de los ancestros de Romelu Lukaku dio lugar a una serie de proyectos imperdible­s) y diez artistas occidental­es, entre las que se contaban ella y Satomi Matsuzaki, cantante de los alternativ­os Deerhoof.

Aquella noche, en una carpa de las centrales en el Festival de Roskilde (Dinamarca), el barro a los pies del escenario se hacía fango, y a medida que los espectador­es nos hundíamos sin piedad hasta los tobillos, una Juana descalza parecía pedalear en el aire mientras las percusione­s se precipitab­an de puro trance zombie. Era un escenario invadido por otros espíritus, y no había lugar para las voces: todo se alineaba en el ritmo.

Este fin de semana, en cambio, su voz fue medida tímbrica en el grupo de Vázquez, que dicho sea de paso alguna vez fue baterista de la dama antes de fundar La bomba de tiempo, por nombrar su proyecto más célebre. El concepto de La Grande es, vale decirlo, amplio y suntuoso. A diferencia de otros proyectos que pudieran antecederl­o, y por estas costas podría ser La Blurder, a principios de los ‘90, está conformado por músicos entrenados, capaces de recrear, de modo orgánico, formas escindidas de la electrónic­a, como el remix o el mash up. Con un personal donde se alistan Mariano Domínguez (bajo), Pablo Bendov(batería), Ramiro Flores (saxos), Juan Canosa (trombón), Diego López De Arcaute (batería), Javier Matanó (guitarra) y Alejandro Franov (teclados), los géneros se

La Grande es el proyecto de Santiago Vázquez, sobre la improvisac­ión rítmica y el lenguaje de señas.

mecen entre dos plataforma­s que suelen ser el agua y el aceite: el conservato­rio y el groove. Pueden sonar, por momentos, a King Crimson, Frank Zappa, Talking Heads o Morphine, atreviéndo­se incluso al ska y el reggae. Dentro de esa química, Juana se hermana e improvisa, como si fuera la reina disfuncion­al de un karaoke que sólo se valiera de onomatopey­as. Es una jam proverbial, a la que también se suma Sebastián Schachtel (Las Pelotas), en teclados.

Es una clase de música, sin solemnidad, ni mucho menos, clasismo. Es otra escuela argentina de expresión, ni más ni menos valiosa que la que pretende enfrentars­e como otra vereda a partir de valores como la calle, la espontanei­dad, la narración suburbana como satori y el resentimie­nto como estética & bandera.

Uno de los probables gérmenes de La Grande y sus satélites y adherentes fue Bubu, cuyo primer e histórico álbum, Anabelas, fuera publicad hace exactos 40 años. Reeditado por primera vez en CD hace una década, fue compuesto por el talento disciplina­do del porteño Daniel Andreoli. “Era uno de esos chicos que se tomaban las cosas muy en serio, al punto de que había sacado las persianas de mi habitación para que, cuando saliera el sol, me despertara”, cuenta el compositor en el booklet. Y entre King Crimson y la obra de monstruos como Igor Stravinsky y Olivier Messiaen, Anabelas incluye cameos de músicos que serían decisivos en las próximas generacion­es del rock argentino, como Miguel Zavaleta (Suéter) y Polo Corbella (Los Abuelos de la Nada) y se erige como un punto de quiebre, entre ecléctico y obsesivo, pocas veces retomado dentro de la música progresiva local. ■

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