Clarín

Ya no quedan tesoros que saquear

- Luis Alberto Romero

La historia no da lecciones, pero ayuda a entender los conflictos del presente, como el que hoy revelan las resistenci­as al ajuste fiscal. El problema tiene algunas facetas claras y evidentes y otras más profundas, que deben ser tenidas en cuenta por los responsabl­es de llegar a buen puerto.

Una clave de estas últimas la dio Tulio Halperin cuando sugirió que el legado más perdurable del peronismo ha sido una sociedad habituada a vivir por encima de sus posibilida­des. Entre 1946 y 1948, los “años dorados”, con el Banco Central abarrotado de divisas y un mercado mundial ávido de nuestros cereales, un Estado todopodero­so y providente logró el milagro de multiplica­r de los panes: elevar el consumo popular y a la vez proteger al extenso y poco eficiente sector industrial.

En un contexto de profunda democratiz­ación social, la experienci­a peronista convirtió los frutos de la providenci­a inicial en derechos adquiridos, que deben ser defendidos. Con esa arraigada convicción tuvo que vivir el país en situacione­s que, salvo breves excepcione­s, fueron radicalmen­te distintas de la del trienio dorado.

Bajo esas exigencias, el Estado debió llenarse de empleados, y priorizar la “defensa de la fuente de trabajo” por sobre las reglas del mercado. Para los empresario­s, repartió subsidios, exenciones, privilegio­s y prebendas a diestra y siniestra. Obtenerlos y conservarl­os era un derecho, sin la contrapart­ida de la obligación fiscal. Exigir del Estado todo, y darle al fisco lo menos posible es otro de los rasgos de esta cultura que predomina desde hace siete décadas.

Consecuent­emente, el Estado fue y sigue siendo deficitari­o. Prisionero de su imagen, se acostumbró a emitir, crear impuestos y tomar bolsas de recursos acumulados. Hay una poética simetría en la apropiació­n de los fondos de las Cajas de Jubilación desde durante el primer gobierno peronista y el saqueo de la Anses por el último. Pero la gallina de los huevos de oro fue el agro, que afortunada­mente, luego de agonizar, renació y aún nos sostiene.

Los grupos de interés organizado­s -las corporacio­nes- nacieron y crecieron junto con el Estado, a veces con propósitos acordes con el interés general y otras, las más, buscando dónde morder un privilegio, como el que ya obtuvieron los azucareros tucumanos en 1876. Durante mucho tiempo la potencia estatal los mantuvo relativa- mente a raya. Un punto de inflexión fue el primer gobierno de Perón, un militar que creía en el Estado y a la vez impulsó las organizaci­ones corporativ­as, discipliná­ndolas en el marco de su cuasi fascista “comunidad organizada”.

Luego de 1955, con gobiernos crecientem­ente ilegítimos, se desplegó la puja inter corporativ­a, para dominar un Estado cuya burocracia fue colonizada. Finalmente se llegó a un conflicto descomunal, frente al cual en 1974 fracasó el propio Perón. Desde 1976, el remedio fue “achicar el Estado”. Durante los siguientes cuarenta años, cada uno de los gobiernos, con distintas intencione­s y argumentos, contribuyó a la erosión de un Estado cada vez más gordo, dadivoso y vulnerable, afectando su capacidad de ges- tión y control, su burocracia e institucio­nalidad.

En un contexto económico de declinació­n, con picos de crisis agudos, cada tramo de la caída estatal potenciaba a quienes buscando su salvación en un decreto o el subreptici­o inciso de una ley, contribuye­ron a sumergir al conjunto en la pobreza. El apogeo llegó en los años kirchneris­tas, cuando el grupo político gobernante saqueó en lo grande, y una multiplici­dad de mafias se instaló en cada uno de los resquicios donde lo privado se articulaba con el Estado.

El gobierno actual, votado para normalizar el país -un cambio digno de Hércules- se ha propuesto estabiliza­r gradualmen­te la economía, e ir acotando la capacidad de bloqueo de los intereses sectoriale­s. Después de un año y medio de “peludear” en el barro, mordió la banquina, estuvo al borde del zanjón y muchos recordaron las catastrófi­cas crisis de 1989 y 2001. La conciencia de la crisis ha generado un consenso genérico acerca dela necesidad de recortar el gasto fiscal.

Hasta allí llega el acuerdo, y comienza el juego del Gran Bonete: “¿Yo señor? ¡No, señor! Hay que achicar, pero no conmigo”. Hoy asistimos a un verdadero despliegue de la Argentina corporativ­a: sus organizaci­ones -patronales, sindicales, profesiona­les, funcionari­ales o provincial­es-, exhiben disciplina, militancia, capacidad para argumentar y defender lo indefendib­le, junto con su incapacida­d para pensar, más allá de sus narices, en el interés colectivo.

Tras de estos reclamos operan las ideas surgidas de la “revolución peronista” de mediados del siglo XX, explicable­s en su momento pero hoy dignas del realismo mágico. Aquel país, tan rico, hace mucho que no existe. Y a menos que vuelva a enriquecer­se, cada uno deberá controlar sus gastos, pues no hay ni un Estado potente ni más tesoros que saquear.

Entender esta historia es condición necesaria -ciertament­e no suficiente- para enfrentar la crisis fiscal y para pensar en nuevas alternativ­as para nuestro país. ■

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HORACIO CARDO

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