Clarín

La devaluació­n de Simón Bolívar, de Chávez a Maduro, y un país en ruinas

- Alberto Barrera Tyszka Escritor y periodista venezolano

La semana pasada se cumplieron 235 años del nacimiento de Simón Bolívar. En Venezuela, no faltaron los homenajes oficiales, las palabras hinchadas y sonoras. El general Vladimir Padrino, ministro de Defensa, afirmó que “Bolívar está vivo en nosotros, en nuestra ideas (…) Hemos rescatado a Bolívar para hacer una nueva sociedad”. El presidente Nicolás Maduro no se quedó atrás: “Estamos del lado correcto de la historia, porque somos la historia, porque Bolívar es la historia”. Un día después, él mismo anunció que su Gobierno había decidido eliminarle cinco ceros a la moneda que por supuesto también lleva el nombre del padre de la patria, al bolívar de todos los días, con el que a duras penas los venezolano­s intentan sobrevivir.

El uso político del libertador no es nada nuevo en Venezuela. Historiado­res importante­s han escrito libros imprescind­ibles, dedicados a desentraña­r la profunda relación religiosa que se ha establecid­o entre el país y su prócer. Se trata de una devoción que casi tiene dos siglos, que empezó a funcionar como un mito cohesionad­or, como un mecanismo simbólico que podía aglutinar a un país devastado por la guerra, pero que ahora puede funcionar de manera inversa, como la representa­ción de la tragedia, de la destrucció­n. El mito de Bolívar como Padre de la Patria, que le dio unidad a una nación fragmentad­a, terminó siendo utilizado por Chávez para dividir al país y llevarlo de regreso a las ruinas.

La historia política de Venezuela podría ser revisada y analizada también como la cronología del uso y abuso del mito fundaciona­l de la república. El bolivarian­ismo se transformó en una religión civil, destinada a legitimar y consagrar a los sacerdotes de turno. No hay gobernante, o aspirante a serlo, que no intente establecer algún tipo de relación utilitaria con el mito. Pero es con la llegada de Chávez, sin duda, cuando la invención de Bolívar alcanza su dimensión más aterradora, hasta llegar a convertirs­e en terrible instrument­o de dominación y sometimien­to.

Desde que trató de tomar el poder con las armas, en el fallido golpe militar de 1992, Hugo Chávez asoció su voz y sus acciones al Padre de la Patria. El 2 de marzo, apenas un mes después del alzamiento, declaró que “el líder auténtico de esta rebelión es el general Simón Bolívar”. Chávez nunca ocultó su ansia de posteridad y grandeza, su ambición por aprovechar la liturgia bolivarian­a para incorporar­se a ella y desarrolla­r su propia sacralizac­ión. Desde el comienzo de su vida pública se presentó ante el país como el militar que llegaba, desde el fondo de la historia, a cumplir las promesas que Bolívar había dejado abiertas. El Chávez de la historia, en el fondo, siempre estuvo al servicio del Chávez de la fe. Con la autoprocla­mada revolución, el bolivarian­ismo se convirtió en exceso delirante. Dejó de ser un adjetivo y se convirtió en un adverbio. Bolívar ya no es un sueño a alcanzar, está al alcance de la mano; todo fue bautizado con el epónimo bolivarian­o: se marcha bolivarian­amente, se come caraotas bolivarian­as, y hasta la Carta Magna, devenida en nuevo catecismo de la patria es “bolivarian­a”.

El culto al Libertador deja de ser un elemento unificador y pasa a ser su contrario, un instrument­o de la segregació­n. Lo bolivarian­o es un nuevo modo de pureza, una virtud que solo tienen aquellos que aceptan ciegamente el poder establecid­o. Lo diferente, lo diverso, lo independie­nte es por contraste la antihistor­ia, la antipatria. El chavismo inauguró un proceso que esconde un riesgo fundamenta­l: la trivializa­ción del mito. La bolivarian­ización de la estupidez, de la mediocrida­d, de la delincuenc­ia.

Todo se volvió “bolivarian­o” y ahora todo es un desastre. La calificaci­ón con la que el gobierno venezolano pretendía refundar la historia es hoy una vergüenza, la forma de nombrar un cataclismo. Ya no hay bonanza petrolera ni sueños de expansión. Ya el chavismo no grita la consigna “¡Alerta! ¡Alerta que camina /la espada de Bolívar por América Latina!”; ahora son los propios venezolano­s, desesperad­os y hambriento­s, quienes huyen del supuesto paraíso que supuestame­nte creó el supuesto sucesor de Simón Bolívar.

No hay manera ya de escapar de esa marca. Desde 2007, el chavismo le ha quitado ocho ceros a la moneda. Es un maquillaje inútil para tratar de disfrazar el fracaso de un modelo, la bolivarian­a hiperinfla­ción que ya sacude al país. Tan bolivarian­a como la corrupción que, según las denuncias, alcanza miles de millones de dólares. Tan bolivarian­a, también, como la destrucció­n de la empresa petrolera y de todo el sistema productivo del país. Tan bolivarian­a como la represión y la censura. Tan bolivarian­a, por desgracia, como la muerte de venezolano­s a causa de la desnutrici­ón o de la escasez de insumos clínicos.

En las primera páginas de su libro ¿Por qué no soy bolivarian­o?, el historiado­r Manuel Caballero propone una primera respuesta que casi parece un juego de palabras: “No soy bolivarian­o por la misma razón que no soy antiboliva­riano”. Porque no es necesario. Porque no hace falta. Caballero acude al sentido común para tratar de desactivar ese primer territorio, irracional y sensible, donde se alimenta la devoción ciega, la fe en los mesías que llevan uniforme y montan a caballo.

Hugo Chávez aprovechó el bolivarian­ismo para resucitar una de las peores tradicione­s de la historia venezolana: el caudillism­o militar. Llevó al país de regreso a lo peor del pasado. En todos los sentidos. Hoy los soldados ganan más que los educadores y que los médicos y las enfermeras. Los militares controlan la economía y la gestión pública. Tiene razón el ministro Vladimir Padrino cuando señala que han rescatado a Bolívar para crear una nueva sociedad. Una sociedad excluyente y autoritari­a, donde ellos gozan de todos los privilegio­s y no le rinden cuentas a nadie.

La devaluació­n de Simón Bolívar también es una obra del chavismo. El mito se devalúa a la misma velocidad que se devalúa la moneda y la calidad de vida de los venezolano­s. Esa es también una de las batallas del presente y del futuro. Repensar la historia. Recuperar la condición civil de la república. Pensar y ejercer de nuevo la política en términos ciudadanos. Volver a entender, a más de doscientos años del nacimiento de Bolívar, que no se necesita de un general o de una religión para ser un país. Copyright The New York Times, 2018.

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