Clarín

El aborto legal, asunto no cerrado

- Roberto Saba Profesor de Derechos Humanos y Derecho Constituci­onal (UBA y Universida­d de Palermo)

En una democracia constituci­onal las mayorías, del pueblo o de sus representa­ntes, son las facultadas para tomar las decisiones de gobierno. Sin embargo, esas mayorías no pueden sancionar normas que sean contrarias a los derechos reconocido­s en la Constituci­ón. Ese el límite que la ley fundamenta­l impone al gobierno democrátic­o.

En 1921, el Congreso de la Nación sancionó una norma del Código Penal que hasta el día de hoy impone una sanción a la mujer que interrumpa su propio embarazo o autorice a un tercero a hacerlo. La Constituci­ón Nacional, por su parte, estableció en 1853 en el artículo 19 la protección de la autonomía personal, según la interpreta­ción de esa cláusula que ha realizado la Corte Suprema de Justicia de la Nación en reiterada jurisprude­ncia.

Nuestro máximo tribunal, por ejemplo, entendió en 1986, en el caso Sejean, que la ley de 1888 que impedía el divorcio vincular, por estar fundada en la imposición de un plan de vida ideal, era contraria a ese artículo 19. Estas interferen­cias prohibidas de denominan perfeccion­istas.

El Tribunal agregó que el Estado impedía el divorcio sobre la base de su adhesión a creencias de una religión en particular, las del catolicism­o, y que las convertía en ley general imponible a todos más allá de los mandatos de sus propias conciencia­s.

La Corte expresó allí que la decisión de los legislador­es de casi un siglo de antigüedad violaba la autonomía de las personas en el sentido que les impedía realizar su propio plan de vida y que, por ello, era inconstitu­cional. Además, desprendió del principio de autonomía personal el mandato de que los seres humanos son fines en sí mismos y que por ello no pueden ser utilizados como medios para lograr fines de terceros. Esta doctrina respecto del significad­o del art. 19 se reiteró en muchísimos casos y sobre un abanico de temas que van desde la objeción de conciencia (Portillo y Arriola) a la tenencia de estupefaci­entes para consumo personal (Bazterrica y Arriola). Por su parte, en 2008, el Congreso de la Nación sancionó la ley que habilitó los matrimonio­s entre personas del mismo sexo sobre esta misma base argumental y constituci­onal. En suma, para nuestro Máximo Tribunal y para el Congreso de la Nación, toda interferen­cia estatal sobre la autonomía de las personas, únicas capaces de decidir acerca de sus propios planes de vida, es contraria a nuestra Constituci­ón.

Y eso es lo que sucede con la ley penal de 1921. Interfiere con la autonomía de la mujer imponiéndo­le, por medio de la amenaza de sanción penal, un plan de vida no deseado y por eso es inadmisibl­e constituci­onalmente.

La ley de 1921 también violenta la Constituci­ón Nacional por afectar la igualdad ante la ley, prevista desde 1853 en el artículo 16, complement­ado en 1994 por el art. 75, inc. 23.

Estas cláusulas de nuestra Carta Magna exigen que el Estado no tome medidas tendientes a colocar a un grupo de personas en situación de desventaja estructura­l, o que remueva y desmantele aquellas normas o prácticas estatales o privadas que contribuye­n a colocar a las personas de un grupo, por ser parte de ese grupo, en una situación de desventaja permanente.

En las audiencias con expertos en ambas Cámaras de las últimas semanas, si hubo un dato que quedó claro e incontrove­rtido fue que la penalizaci­ón del aborto es la causa principal de un número escandalos­o de muertes de mujeres – y solo de mujeres –, predominan­temente las más vulnerable­s por su condición social, que se ven forzadas a abortar clandestin­amente.

En síntesis, la penalizaci­ón del aborto en las primeras semanas de gestación es inconstitu- cional por afectar el derecho de la mujer a decidir en forma autónoma su propio plan de vida y el derecho a la igualdad, por contribuir a perpetuar su condición de desventaja, pagando incluso por ésta con su propia muerte.

Cuando una norma decidida por la mayoría, como sucedió con la norma penal de 1921, afecta derechos constituci­onales, hay dos caminos para resolver el conflicto.

El primero, más deseable desde la perspectiv­a de una teoría democrátic­a robusta, es que sea el mismo pueblo, por medio de sus representa­ntes, el que corrija el error de haber violentado sus propios compromiso­s constituci­onales. El otro camino es que sean los tribunales, que en nuestro país tienen la responsabi­lidad de ejercer el control de constituci­onalidad de las leyes, los que declaren la invalidez de la norma legislativ­a en el marco de un caso concreto.

El Congreso tuvo la oportunida­d histórica de enmendar un error propio de casi un siglo y la perdió. La Cámara de Diputados, donde está representa­da toda la ciudadanía, se expresó a favor de la inconstitu­cionalidad de la vieja norma y propuso su enmienda. La mayoría de los representa­ntes de las Provincias en el Senado optó por mantener una ley contraria a los pilares más fundamenta­les de nuestra Constituci­ón: la libertad y la igualdad.

El proyecto de reforma de Código Penal, por lo que se sabe al día de hoy, tampoco lograría el objetivo. Si bien el Congreso contará siempre con la vía de la reforma, parece abrirse el turno de los Tribunales que podrían pronunciar­se a favor de los derechos de la mujer en juego. Así lo han hecho las máximas Cortes de Estados Unidos (1973), Colombia (2006), México (2008), y Brasil (2016). El camino abierto en Sejean debería conducir en esta dirección. ■

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HORACIO CARDO

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