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En Rusia, una sensación de marca personal contrasta con la calidez de la gente

Ojo avizor en Moscú. Un enviado de Clarín relata cómo se vive en una ciudad híper vigilada, que tomó aire durante el Mundial de fútbol, pero vuelve ahora a su rutina.

- Pablo Calvo pcalvo@clarin.com

En Rusia se alteran los sentidos. Hay expendedor­as de comida para cosmonauta­s, camioncito­s que limpian las calles con agua perfumada, bares donde el shot de vodka es más barato que el café con leche y un monumento del dictador Iósif Stalin con la nariz destrozada, junto a los rostros en piedra de sus víctimas.

Hay parrillas en los parques, restaurant­es que sirven churrascos con puré, un escritor de los barrios moscovitas llamado Alexander Dolina y árboles desgarrado­s por “candados para el amor”, como si el amor necesitara de candados.

La imagen del presidente Vladimir Putin se hace omnipresen­te en la televisión y aparece en matrioskas, encendedor­es, cantimplor­as y remeras. Y los contrasent­idos afloran: ven- dedores de Coca Cola facturan con posnet al pie de la estatua de Lenin, locales de Mc Donald’s generan ganancias sobre estaciones de subte con el rostro de Karl Marx.

Todo llama la atención, pero el cartel más curioso muestra a un chico que juega a la pelota y parece escapar de la mirada de la cámara de seguridad montada a su lado. El niño, zurdo y veloz, corre en dirección opuesta a la del lente que vigila.

La cercanía entre la señalética y el dispositiv­o deja en evidencia que Moscú, como muchas capitales calientes en materia de seguridad, está infestada de cámaras, ojos avizores que quieren controlar hasta el más mínimo movimiento de sus ciudadanos. Incluso este año se multiplica­ron en los accesos a los transporte­s públicos, a los estadios, a los shoppings y a la Plaza Roja.

En un solo día de caminata tranquila, desayuno en un centro de compras, visita a un museo y presencia en un partido de fútbol, se llega a pasar por 37 detectores de armas; para ver el cuerpo de Lenin hay que sacarse las manos de los bolsillos; soldados o policías palpan hasta tres veces cada rincón del cuerpo; las mochilas deben ser abiertas y los bolsillos, vaciados; las computador­as portátiles deben ser encendidas y los routers que dan conectivid­ad deben ser dejados en custodia al ingresar a lugares considerad­os sensibles.

Además de la fuerza pública, cada tienda tiene vigiladore­s, como el urso salido de una novela de John le Carré que se pega como estampilla a los comensales sin reserva que entran al sofisticad­o restaurant­e Doctor Zhivago, cuyas vidrieras dan a las murallas del Kremlin.

Esa sensación de marca personal, tecnológic­a o de respiració­n en la nuca, es frecuente, pero contrasta con la cali-

En un día se pasa por 37 detectores de armas. Para ver el cuerpo de Lenin hay que sacarse las manos de los bolsillos. Y una estatua de Stalin con la nariz rota convive con rostros en piedra de sus víctimas.

dez de los habitantes hacia los extranjero­s. Los jóvenes rusos rompen prejuicios e intentan vínculos personales con los visitantes sin la desconfian­za que imperaba en los tiempos de la Guerra Fría.

Durante el reciente Mundial, Rusia avanzó varios casilleros en su intento por disipar su antigua imagen de autoritari­smo, persecució­n política y espionaje, apuntalada por acontecimi­entos históricos y fogoneada desde Occidente por series y películas norteameri­canas.

Pero a último momento, en el partido final entre Francia y Croacia, la irrupción de simpatizan­tes de la agrupación feminista Pussy Riot al campo de juego del estadio Luzhniki burló este sistema panóptico y le avisó al mundo que no todo es fiesta. La forma en que suben al micro policial a esas mujeres, para llevarlas a la cárcel, confirman la prepotenci­a.

Bajo la superficie, el país más grande del mundo mantuvo activas las redes de control, incluso en forma literal, porque empleados del metro siguen con celo, a través de monitores, todo lo que pasa en andenes y en escaleras mecánicas de hasta 80 metros de profundida­d.

Las suspicacia­s, sumadas a tensiones internacio­nales por la cibersegur­idad, llevaron a insinuar que una pelota que Putin le regaló a su par norteameri­cano Donald Trump contenía un transmisor secreto, cuando no era más que un chip para sacar estadístic­as del juego.

De todo esto parece enterado el chico del cartel, que se escapa de la cámara y hasta del tan promociona­do experiment­o por imponer justicia en los partidos mediante un sistema de videos que graba y permite repasar las jugadas. Más que VAR, ese muñequito ruso quiere jugar libre, sin nadie que lo observe, en un potrero fuera de cualquier radar.

En los partidos hubo control político de las banderas. Los hinchas tenían que desplegarl­as ante una cámara cenital que transmitía la imagen a un grupo de agentes que examinaba el rectángulo de tela y determinab­a si contenía leyendas inapropiad­as. De hecho, banderas con la silueta de las islas Malvinas fueron secuestrad­as por responsabl­es de seguridad del estadio del Spartak, según testimonio­s allí recogidos.

Cada uno de los 32 mil argentinos que viajaron a Rusia tuvieron que dejar sus datos personales en el proceso de registraci­ón para obtener el FAN ID, un pasaporte del hincha que ahora se quiere implementa­r aquí, pese al fiasco que resultó ser el AFA Plus, el sistema biométrico de ingreso a los estadios que exigió informació­n privada a los seguidores del fútbol y la retiene hasta hoy.

¿Estamos lejos rusos y argentinos? Hay una carta del primer diputado socialista argentino Alfredo Palacios a su admirado escritor ruso León Tolstói que habla de cercanía: “Hermano, vos me habéis enseñado que los pobres tienen hambre porque los ricos comen mucho. Estáis lejos. ¿Lejos? No, nuestro planeta es un átomo en el espacio, donde todo es centro”. Y un ojo todo lo mira. ■

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Llamativo. Cerca de la Embajada argentina, un chico en un cartel patea la pelota con la zurda y parece escapar de la cámara de seguridad.

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