Clarín

Las lecciones de Mani Pulite

- Silvia Fesquet

El 17 de febrero de 1992, Italia amaneció sacudida por un terremoto. Pero lo que tembló no fue la tierra sino la clase política, el sector empresaria­l, y los ciudadanos que, anonadados, vieron cómo empezaba a desmoronar­se un perverso y aceitadísi­mo sistema de corrupción que garantizab­a a una determinad­a lista de empresas su participac­ión en las licitacion­es de obra pública, mezclado todo con extorsión y financiami­ento ilegal de los partidos. La operación comandada por un discreto fiscal de Milán, Antonio di Pietro, fue conocida como Mani Pulite (Manos Limpias) y la mecánica desactivad­a se bautizó Tangentopo­li, por “tangente”, soborno en italiano, y desde el norte se extendió después a toda la península.

El puntapié inicial fue la detención del empresario y dirigente del Partido Socialista Italiano (PSI) Mario Chiesa, en momentos en que re- cibía en su despacho un soborno de manos del empresario Luca Magni. En connivenci­a con Di Pietro, Magni había decidido concurrir a las oficinas de Chiesa para entregar la mitad de la coima solicitada para acceder a la concesión de una obra. Bettino Craxi, líder del PSI, negó absolutame­nte la existencia de una red de corrupción, pero ya era tarde. “Otros 37 millones de liras -la moneda nacional por entonces- no fueron requisados porque estaban en un sobre en mi abrigo que luego tiré al inodoro”, admitiría Chiesa un mes más tarde. El escándalo, indetenibl­e, salió a la luz en toda su dimensión.

El proceso de Mani Pulite produjo, en total, 1.233 condenas por corrupción, extorsión, financiami­ento ilegal de los partidos políticos y balances empresaria­les falsos. Se calcula que hubo unos cinco mil involucrad­os, entre funcionari­os, políticos y empresario­s, y unos tresciento­s parlamenta­rios. Poco después, Silvio Berlusconi fue consagrado primer ministro, y lo demás ya es historia conocida. Entrevista­do por Clarín el año pasado en Buenos Aires, el ex fiscal Di Pietro hizo un balance de aquella investigac­ión memorable: “Como toda intervenci­ón quirúrgica -dijo- logró eliminar la enfermedad, que era la corrupción endémica y ambiental que se había creado en el país y que, co- mo en una metástasis, se alimentaba a sí misma. Como en toda metástasis, si uno interviene puede curarla, pero si el tratamient­o se abandona, la enfermedad vuelve. La Justicia interviene cuando el delito ya fue cometido”. Y avanzaba en el desarrollo de esta idea: “No se puede creer que los jueces y fiscales van a resolver los problemas del país. Es la política la que actúa antes, y sobre todo, son los ciudadanos los que tienen que reclamar a la política. Ellos deben elegir al político que merezca llegar al poder, y los políticos deben cumplir con su deber. Hay que recordar que la función del juez penal es la del funebrero: interviene cuando el paciente ya está muerto”.

Ex juez e integrante del grupo que, desde la Fiscalía de Milán destapó Tangentopo­li, participan­te en otras investigac­iones clave vinculadas con la corrupción pública y autor de “Lettera a un figlio su Mani Pulite” (“Carta a un hijo sobre Manos Limpias”), el libro que publicó en 2015, Gherardo Colombo comparte la visión de su colega Di Pietro. Frente a Clarín, dos años atrás, sostuvo que lo positivo de aquel proceso fue “haber podido constatar que no es a través de un proceso penal que se logra meter mano en la corrupción cuando está muy difundida capilarmen­te en un modo tan articulado en un país”. Como negativo marcaba que el nivel de corrupción en Italia, “es sustanciam­ente análogo al de entonces”. Y redondeaba el punto: “La corrupción se trata de un problema cultural, y los problemas culturales se enfrentan con educación y no con represión. Si la gente no se convence de que respetar las reglas es algo que conviene a todos, ¿por qué lo va a hacer?”. Preguntado acerca del aprendizaj­e legado por un proceso judicial anticorrup­ción tan trascenden­te, su respuesta fue reveladora : “La gente ha aprendido a corromper y a dejarse corromper de una manera mucho más refinada”.

Argentina se encuentra hoy ante una oportunida­d histórica. Como bien señalaba Colombo, la intervenci­ón de la Justicia es necesaria, pero no suficiente. El resto pasa, una vez más, por la educación y el ejemplo. Ojalá la lección nos sirva.

“La función del juez penal es la del funebrero: interviene cuando el paciente ya está muerto”.

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