Clarín

Más allá de la frivolidad y la especulaci­ón

- Juan Manuel Casella Ex ministro de Trabajo. Presidente de la Fundación Ricardo Rojas

El sistema político argentino, entendido como el funcionami­ento coordinado de los poderes del Estado, los partidos políticos y el régimen electoral, que debe garantizar la vigencia real de la democracia, muestra un grado tal de desarticul­ación y falta de representa­tividad, que pone en riesgo el cumplimien­to de ese objetivo de fondo.

Demasiada gente siente que la política no sirve para solucionar sus problemas concretos y que, al contrario, favorece la consolidac­ión de cierta dirigencia profesiona­lizada “por izquierda”, individual­ista y ventajera, que sólo defiende sus privilegio­s y ha perdido el concepto de bien común. Ninguna generaliza­ción es válida, pero lo cierto es que esa sensación de desprotecc­ión predomina en la opinión pública.

Desde el marketing político y desde el análisis teórico, hay quienes argumentan que los partidos políticos son residuos decimonóni­cos que perdieron vigencia, maquinaria­s sin agilidad para adaptarse a una realidad compleja en permanente transforma­ción, acelerada por las redes sociales y el flujo de informació­n en tiempo real.

En ese marco, la pérdida de homogeneid­ad social y la falta de referencia­s estables desvaloriz­an el sistema, porque la tendencia parece no consistir en un salto hacia nuevas formas de participac­ión, sino un retroceso hacia el paternalis­mo autoritari­o, agresivo y xenófobo.

La situación de los partidos políticos argentinos confirma ese diagnóstic­o. El peronismo clásico ha involucion­ado desde la justicia social al clientelis­mo, pasando por el neoliberal­ismo. En él, todavía hay quienes piensan que la pobreza le conviene, porque tributa voto cautivo. La versión kirchneris­ta, en algunas de sus expresione­s autoritari­a, mentirosa y corrupta, apuesta al estallido social y desea el fracaso, cualquiera sea su costo. En todos los casos, el peronismo mantiene la plasticida­d para desprender­se de su propio pasado y buscar el poder desde cualquier situación.

El radicalism­o, controlado de hecho por un conjunto de funcionari­os públicos –con acceso a los nombramien­tos- que prioriza sus intereses y su futuro, ha perdido tres caracterís­ticas que lo definieron: la visión progresist­a, el permanente debate de ideas y la democracia interna. Hoy, no critica ni corrige ni propone, y el voto del afiliado ya no importa. En esas condicio- nes, no preserva su identidad ni sirve siquiera como socio de “Cambiemos”.

El PRO es un proyecto protagoniz­ado, en gran medida, por actores de clase alta, muchos de los cuales decidieron incursiona­r en la política para mantener el poder en manos de quienes ya lo tienen.

Cierta izquierda, promotora de “cuanto peor, mejor” también sin computar los costos, tendrá que articular su discurso antisistem­a y sus posiciones ultras con el vertiginos­o crecimient­o capitalist­a de China y con la anunciada reforma de la constituci­ón cubana.

La teoría política ha definido cuáles deben ser las tareas a cumplir por los partidos. En principio, organizar y movilizar la opinión pú- blica, reuniendo y representa­ndo a quienes piensan más o menos igual. También, integrar cuadros dirigencia­les coherentes, obligados a rendir cuentas a partir del principio de responsabi­lidad, que se vuelve inaplicabl­e cuando se trata de figuras individual­es con partidos hechos a su medida. Por supuesto, deben estudiar, debatir y proponer políticas públicas. A partir de allí, favorecer la alternanci­a, compitiend­o por el poder y actuando como polea de transmisió­n entre la base social y el Estado.

Ninguna de esas funciones es descartabl­e o superflua. Deberán cumplirse, en la medida en que queramos sostener el concepto de soberanía popular vigente en toda sociedad libre y abierta. No se trata de una visión nostálgica que pretenda retornar a un bipartidis­mo clásico superado por la realidad.

Se trata de fortalecer el marco institucio­nal a partir de organizaci­ones modernas, ágiles, con dirigentes que recuperen la capacidad de proponer políticas de mediano y largo plazo y garanticen la mayor igualdad posible en la distribuci­ón de los bienes materiales y del más preciado de los derechos actuales: el acceso al conocimien­to.

Lincoln definió la democracia como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, significan­do así que la legitimida­d de todo gobierno democrátic­o depende de su origen popular, pero también de que gobierne para todos, sin exclusione­s ni privilegio­s.

Hoy, la cuestión de fondo pasa por saber si el sistema político garantiza el funcionami­ento de la democracia “para el pueblo” o si, como pronostica­n algunos pensadores serios, el pueblo sólo será convocado para legitimar, por una vía electoral nada más que formal, la instalació­n de un régimen donde el poder pertenezca en realidad a una minoría oligarquiz­ada que diseñará una sociedad jerárquica y definitiva­mente desigual.

La experienci­a comparada (Italia, Austria, Hungría, en alguna medida Alemania y Estados Unidos) demuestra el nivel del riesgo que corremos, frente al cual no es aceptable una dirigencia frívola, superficia­l y especulati­va. ■

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