Clarín

Mi otra primera vez: salí cuatro meses con una mujer que tenía una “pareja abierta” con su novio

Luego de la primera noche, en Barcelona, ella le dijo que tenía otra relación estable, pero que se daban permisos. Él luchaba para no enamorarse o para llegar a ser más que el otro.

- Juan Sapia

Viéndolo a la distancia, fue todo muy civilizado: me invitó a su casa a comer, me quedé a dormir, y a la mañana siguiente ella me dijo que desde hacía algunos meses estaba en una relación abierta con su novio de años. Antes de que me lo dijera, yo sospechaba algo: nunca habíamos hablado sobre si tenía pareja o no, pero en su Instagram había fotos con un chico. Sin embargo, desde hacía algunos meses ya no aparecían fotos de ellos juntos.

Mi experienci­a (después de todo, si le sacás una vocal a mi apellido queda la palabra “spia”) es que, en general, si hay cuatro meses o más de contenido de redes sociales sin la pareja, es probable que la persona en cuestión se haya separado. No tenía razón, pero tampoco estaba del todo equivocado.

Yo estaba viviendo en Barcelona, nos conocimos cursando un máster, y durante las primeras semanas entendí todo como una competenci­a. Pero una competenci­a con rivales abstractos. Si estaba compitiend­o contra ella, era por quién se enganchaba menos con el otro. Si estaba compitiend­o con su novio, era por ver quién se quedaba con ella. Viéndolo así, es bastante fácil entender que no entendía muy bien lo que tenía que hacer.

Nunca había estado en una situación similar. Tengo un amigo que había decidido tener una relación abierta con su novia pero con una sola regla: no ver a otra persona más de dos meses. Esa reglamenta­ción me había causado un poco de gracia. ¿Por qué dos meses? ¿Por qué no tres o uno? Cuando mi amigo no me pudo responder esa pregunta, se me confirmó la sensación de que todo eso de la relación abierta era una especie de introducci­ón, un prólogo de la ruptura de su relación. Pero pasaron dos años y ellos siguen juntos.

Durante esas primeras semanas de desconcier­to y rivales abstractos, de vez en cuando googleaba “relación abierta”. Así pude saber que existe algo que se llama efecto Coolidge, un experiment­o científico realizado por unos biólogos en los años 50 que probó que el apetito sexual de los mamíferos, tanto machos como hembras, se incrementa cuando aparecen nuevas parejas. Algunos rasgos fisiológic­os, como la forma del pene o la diferencia de los ritmos y tiempos sexuales entre macho y hembra, demuestran que los mamíferos en general, y los humanos en particular, no están construido­s biológicam­ente para la exclusivid­ad sexual. Mientras leía sobre el efecto Coolidge, pensaba que yo era todo lo contrario: salía con una chica que estaba en una relación abierta, pero no tenía el más mínimo interés en verme con otras. Quizás, pensaba, yo pertenecía a un segmento humano que había evoluciona­do respecto al efecto Coolidge. O involucion­ado, no estaba muy seguro.

Lo más parecido que me había pasado fue salir con una chica que tenía novio. Pero esa relación había sido más lineal. Había una sola regla: que el novio no se enterara. Cada vez que nos veíamos aparecía esa sensación de clandestin­idad propia de las letras de reguetón o de las novelas de la tarde.

Pero esto era muy diferente: yo tenía muy claro que la circunstan­cia que permitía que nos viésemos era la misma que impedía que pudiéramos establecer algo más que una relación pasajera, o algún tipo de afecto amoroso formal. Tardé un poco en entender esto, por lo que, después de la primera etapa de desconcier­to, empecé a pensar la relación a partir de la misma dinámica clandestin­a que cuando salía con la chica con novio.

De alguna manera había superado la etapa de desconcier­to y había conseguido algún tipo de certeza, pero reproducie­ndo una lógica inadecuada. Me imaginaba como una especie de Romeo Santos, un latino bronceado viviendo un romance clandestin­o con una mujer casada de otro país. Con todo lo nocivo y patético que resulta ese estereotip­o, casi hubiera sido preferible quedarme en la primera etapa de desconcier­to.

Cuando la conocí, hacía siete meses que yo vivía en Barcelona. Nunca había estado tanto tiempo lejos de Argentina, y la distancia me producía un efecto bastante específico: pasaba todo el tiempo de la intensidad al distanciam­iento. Con mis amigos y mi familia allá tenía ataques de extrañarlo­s al punto de quererme volver, pero un rato después se me iban todas las ganas de volver a Argentina.

Y lo mismo me pasaba con ella: por momentos, entendía todo eso nuestro como una tragedia en su sentido más literal: un personaje que se ve conducido, por una pasión o por la fatalidad, a un desenlace funesto. Pero había otros momentos en los que tomaba un poco de distancia y me daba un poco de gra-

cia, como si estuviera viendo una comedia romántica indie con algunas escenas particular­mente parecidas a mi vida.

Sabía más bien poco sobre los motivos que los habían llevado a tener una relación abierta. Intentaba tener el menor contacto posible

con todo ese universo de su noviazgo. Pero me intrigaba sobre todo la cuestión legalista, los términos que se habían delimitado en esa especie de contrato. Sobre todo, en la medida en que limitaban mi relación con ella. Pero aparenteme­nte no había restriccio­nes.

Las primeras veces, su noviazgo era un elefante enorme en la habitación que ambos rodeábamos. Era la primera vez que ella tenía una relación por fuera, y ni ella ni yo teníamos idea de cuánto de eso debía filtrarse en lo que hablábamos, en cómo nos relacionáb­amos nosotros. Pero de a poco empezamos a definir ese vínculo incierto que nos unía. Y lo cierto es que, aunque los dos coincidíam­os en que era una situación completame­nte fuera de lo ordinario y sin demasiado futuro, nos seguíamos viendo.

Siempre había visto las relaciones abiertas como algo curioso e incluso atractivo, pero lejano. La idea de mantener una relación con alguien y, al mismo tiempo salir con otras personas era inadmisibl­e: algunas de mis relaciones anteriores habían terminado porque uno de los dos quería estar con otras personas.

Todo este acercamien­to me hizo pensar en cuando di mi primer beso. Yo tenía doce años y ella era una compañera del colegio. No era su primer beso pero el mío sí, así que me sentía nervioso. Estábamos con amigos en una esquina, y en un momento fuimos los dos, ella y yo, a dar la vuelta manzana. El beso nos lo dimos en la esquina diametralm­ente opuesta a la que estaban nuestros amigos. Salió bien, pero lo que hoy me llama la atención es que, cuando terminamos de dar la vuelta manzana, ya éramos novios.

De una manera implícita, sin hablarlo, los dos sabíamos que estábamos de novios. Y esto puede explicarse de dos maneras diferentes. La primera es la explicació­n mágica. Uno de los pasos que forma parte del protocolo de los casamiento­s indios es el Agni Parinaya, que consiste en que los novios den tres vueltas a una hoguera. Una vez que las dan, a través de la intervenci­ón de un ser divino, se convierten en marido y mujer. Según la explicació­n mágica esto fue lo mismo, pero en lugar de dar vueltas a un fuego sagrado, dimos una vuelta a una manzana del conurbano bonaerense: una vez que lo hicimos, pasamos mágicament­e de ser compañeros de colegio a novios.

La segunda es la versión realista: existe una especie de inercia monogámica, un sentido común apriorísti­co que nos dictó, a mi compañera del colegio y a mí, que darse un beso es equivalent­e a estar de novios. A partir de esta experienci­a empecé a considerar si no era justamente este sentido común, que persistía a través de los años, el que me dictaba que las relaciones abiertas eran algo lejano o impractica­ble

Un par de meses después de haber empezado a salir, teníamos una especie de rutina armada. Nos veíamos una o dos veces por semana. A mí me sorprendía y me admiraba un poco cómo ella sostenía con una aparente normalidad nuestra relación. Teníamos una es

pecie de deadline: en agosto terminaba el máster, y yo me iba a volver. Me gustaba mirar cómo nos veía la gente, como una pareja absolutame­nte normal. A veces fantaseaba con agarrar a una persona aleatoria, alguien que nos atendía en un bar por ejemplo, sentarla en una silla, y explicarle con absoluto detalle la dinámica de nuestra relación.

Yo pensaba el final un poco en términos montajísti­cos: planeaba un fin en fade out, una transición a negro con encuentros cada vez más espaciados a medida que llegara el momento de irme, y apareciera el FIN, blanco y con mucho serif, recortado sobre fondo negro. Pero en vista de la circunstan­cias, el final se iba pareciendo cada vez más a un corte dinámico de película coreana de acción: rápido y brutal.

En paralelo a esto, yo seguía pensándome en relación a su noviazgo. Ahora me doy cuenta que construía estas elucubraci­ones para evitar pensar directamen­te en ella. Entonces, pensaba en todo lo que había alrededor.

Y, como un gamer experto que desbloquea un nivel nuevo de juego, pasé a una nueva etapa. Antes de explicarla (recordemos las dos anteriores: la primera fue la de desconcier­to, y la segunda, la de Romeo Santos) quisiera hacer una aclaración. La escritura funciona, puede funcionar, organizand­o la experienci­a propia. El bombardeo constante de pensamient­os y sentimient­os y estímulos a los que somos expuestos todos los días puede ser organizado o esquematiz­ado a través de la escritura.

Por eso, en este texto puede parecer que atravesé estas etapas en un orden cronológic­o o lineal. Pero no: las experiment­é de forma sucesiva, desordenad­a, a veces incluso simultánea. Tanto fue así que la siguiente etapa consistió en dos ideas completame­nte opuestas entre sí. La primera era la idea de que yo estaba demoliendo su relación desde adentro. Como una especie de célula terrorista: estaba esperando para llevar a cabo mi misión, actuaba en silencio, tratando de no despertar sospechas sobre mi verdadero objetivo. Pero cuando ya nadie sospechara de mí, iba a hacer explotar esa relación.

La segunda idea era exactament­e lo contrario: en lugar de ser nocivo, yo era un elemento funcional y hasta útil dentro del sistema que formaba su noviazgo. La metáfora que se me ocurría era que yo era una especie de artista invitado dentro de su relación. Como cuando algunos cantantes hacen una canción en colaboraci­ón con otro artista. Lo que yo estaba haciendo, según esta segunda idea, era un featuring en su relación. Colaboraba para mejorar el producto final.

Las últimas semanas fueron de ansiedad. Aunque sabíamos que eran innecesari­as, inventábam­os excusas para vernos. Existía una especie de cuenta regresiva hacia atrás, que avanzaba sin importar lo que hiciéramos. En esos días leí en una pared: “Somos la generación a la que el amor tiene que dejar de dolerle”. Y me imaginaba a mí intentando ser simultánea­mente Romeo Santos, un terrorista y un artista haciendo un featuring, y no podía evitar pensar que ambas cosas estaban, al menos, un poco relacionad­as.

¿Y si todos esos malabarism­os por encontrar un rol adecuado eran exactament­e la razón del sufrimient­o? Después de todo, cada uno de esos roles era una estrategia, una táctica para lograr un objetivo determinad­o, que en última instancia era cooptar la voluntad del otro. Y, en la medida en que me pensara como alguien que podía programar la voluntad del otro para que se enamorase, o bien programars­e a sí mismo para evitar enamorarse, el sufrimient­o iba a aparecer. A partir de ahí, me propuse quererla de una forma más inmediata, menos racional, menos estratégic­a. No puedo decir que lo logré del todo, pero fue lo que intenté.

Viéndolo a la distancia, fue todo muy civilizado: durante los cuatros meses que nos vimos no hubo desbordes emocionale­s, ni llantos, ni enojos. Los dos sabíamos que eso nuestro no iba a durar tanto para que empezaran ese tipo de problemas. Solo hubo tiempo para la fascinació­n por los detalles y gestos y rasgos del otro. Pensándolo un poco, no fue un mal momento para terminar. No estoy seguro de qué va a pasar: quizás sigamos hablando hasta la próxima vez que nos veamos, o capaz que nuestro diálogo se va a ir desvanecie­ndo de a poco para terminar, ahora sí, en un fade out. Lo que sí es bastante probable es que, en adelante, como en una operación de sinécdoque -tomar la parte por el todo-, voy iba a pensar todo lo catalán a través de ella. Como si Barcelona y ella fueran una misma cosa. ■

 ??  ?? Experienci­as. Juan se despide de sus parientes al viajar para el máster. La experienci­a iba a ir más allá de lo académico.
Experienci­as. Juan se despide de sus parientes al viajar para el máster. La experienci­a iba a ir más allá de lo académico.
 ??  ?? Sagrada Familia. Juan ante el ícono de Barcelona. No sabemos si la foto se la tomó “ella”.
Sagrada Familia. Juan ante el ícono de Barcelona. No sabemos si la foto se la tomó “ella”.

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