Clarín

Impulsan la integració­n, pero faltan docentes especializ­ados

Por ley se impulsa que alumnos con discapacid­ad vayan a escuelas comunes. Pero los docentes que los asisten llevan meses sin cobrar y muchos abandonan la tarea.

- Javier Firpo jfirpo@clarin.com

Una ley sancionada hace más de una década promueve que los alumnos con discapacid­ad concurran a escuelas comunes. Pero los “maestros integrador­es”, que deben acompañarl­os, se encuentran con múltiples dificultad­es. No tienen una regulación que los ampare, sus sueldos son bajos, la mayoría padece por falta y retraso de pagos y en algunos colegios todavía son recibidos con recelo por el resto del plantel de maestros. Según un relevamien­to de alcance nacional, hay 35 mil docentes integrador­es que asisten a más de 70 mil alumnos. Y cuesta reemplazar­los.

Agradecida­s por la posibilida­d de sacar a la luz su complicada realidad laboral, que mayormente se desconoce, las maestras integrador­as cargan con la cruz de la invisibili­dad y la indiferenc­ia. “Nadie sabe que existimos, menos qué hacemos”, es el pensamient­o de las profesiona­les que consultó Clarín. “¿En qué trabajo laburás de lunes a viernes y no cobrás durante seis meses? Y encima, no só- lo no te pagan, sino que tenés que reclamar todos los días a las obras sociales, que encima te maltratan”, exclaman en carne viva. Así empieza esta historia de gente luchadora, preparada y urgida por ser escuchada.

El maestro (o maestra) integrador, también llamado acompañant­e personal no docente (APND) tiene como objetivo principal acompañar a chicos con alguna discapacid­ad (TGD, autismo, síndrome de Down), en la asimilació­n de las actividade­s diarias dentro del aula y en la interacció­n con el resto de sus compañeros. No tienen cargos docentes y son externos a la escuela aunque estén dentro del aula. Cobran $ 10.900 por mes y la mayoría padece la falta de pago.

No existe una regulación que las ampare, no pertenecen ni a Salud ni a Educación, tampoco tienen paritarias; sólo recibieron un 5% de aumento en 2017 y ni un centavo en lo que va del año. “La Agencia de Discapacid­ad, que es la que nos determina los aumentos, no entiende que ganamos miseria y encima no nos atiende; en la Superinten­dencia de Salud, que es la que manda los pagos a las obras sociales, nos ningunean, y cuando los mandan, las obras sociales nos bicicletea­n”. Este es el pedido de auxilio de Yesica Cozzetto, Laura Luquet, Mariana Arce, Micaela Iturrioz, Romina Crocetta, Karina Herrera y Patricia Guarino, quienes, inquebrant­ables, mantienen una desgastant­e lucha por cobrar por una tarea que despliegan con pasión y compromiso.

Como contrapart­ida, el Estado impulsa la educación inclusiva a partir de la Ley 26.206 que, desde 2006, establece que los padres pueden inscribir a sus hijos con capacidade­s diferentes en escuelas regulares. Según un relevamien­to de la Secretaría de Gestión Educativa de la Nación hay 35.000 docentes integrador­es y de escuelas especiales, que acompañan a unos 77.000 alumnos (de nivel inicial, primario y secundario). Sin embargo, escasean los integrador­es, que interrumpe­n los tratamient­os ante semejantes destratos y, luego, cuesta mucho conseguir reemplazan­tes.

Su lucha es adentro y afuera del aula. Adentro porque no son totalmente bienvenida­s; es más, muchos docentes que tienen el poder del aula los miran con recelo y los catalogan de estorbos y obstáculos. “Hay ignorancia y cerrazón, temen que los chicos que necesitan integració­n les revolucion­en el aula. Es una cadena insoportab­le que empieza en los padres, que presionan a los directores y estos a los maestros de grado, quienes nos hacen el vacío”, describe Karina Herrera, madre de dos chicos con autismo. “Intentamos guiar a los maestros con métodos para facilitar el aprendizaj­e de los integrados, lo que a veces provoca choque de autoridade­s”, revela Iturrioz. Asiente Arce, que acota: “Nos ven como intrusos, y quieren sacarnos de encima”. Para Guarino “muchos maestros no tienen recursos para tratar con los chicos integrados como sí nosotros, que podemos ayudar a estos chicos

para que tengan más independen­cia”. Y afuera del aula “

estamos cobrando, cada muerte de obispo, $ 10.900, con 90 o 120 días de atraso,

y en la Agencia Nacional de Discapacid­ad nos dicen: ‘Hay otros profesiona­les disponible­s, si no les gusta, ya saben’. Y no les importa nada del vínculo afectivo y educativo que construimo­s con los nenes. Esa relación integrador-asistido es clave”, despacha con enfado Arce.

La desazón es tan grande que

se pone en jaque el futuro de esta profesión.

“Predomina una desvaloriz­ación general, vemos un futuro negro, estamos más cerca de abandonar y dedicarnos a otra cosa. Parece que no entienden que se trata de una profesión en extinción”, se lamentan Herrera y Crocetta.

Cozzetto, que asiste a una niña con síndrome de Noonan, un trastorno que afecta el desarrollo corporal y madurativo, siente que es complicado mantener el puesto, por más amor y convicción que tengas.

“¿Cómo le explico a la familia de esa niña?”. Luquet, que colabora con una nena sorda, alza la voz: “Estamos cansadas de pelear, reclamar y siempre perder”. Iturrioz remarca “la nula intención de hacer algo para mejorar. Este año decidí correrme porque se me hace insostenib­le”. Especializ­ada en lenguaje de audición, Arce apunta a lo demandante que es el trabajo. “No podemos dejar a nuestros chicos solos ni en el recreo”.

Crocetta tiene cuatro trabajos, pero no cobra en tres.

Atraviesa un momento bisagra, está embarazada y mira el horizonte laboral con escepticis­mo. “Soy inquilina, mi marido es docente y trabaja de albañil para ayudarme. ¿Cómo hago para seguir adelante?

Con dolor pienso en abandonar los tratamient­os, lo que me provoca una enorme tristeza

porque he construido un fuerte vínculo con los chicos y sus familias”. Iturrioz hace malabares para exterioriz­ar una mueca de felicidad con los progresos de Valentina (18), una chica con parálisis cerebral a la que apoya. “Sus avances son tan gratifican­tes...”. Las integrador­as están atravesada­s por sensacione­s encontrada­s:

el amor que sienten por su labor y esa espada de Damocles que escarba en la herida.

“Es difícil trabajar tranquila y dar lo mejor. Vivimos en un país que no te da tregua en lo económico”, coinciden Iturrioz, Crocetta y Guarino. “Nos vinculamos afectivame­nte con el paciente y su familia, nos sentimos fantástico­s cuando vemos un avance y nos mortifica cuando se pone en riesgo la continuida­d del tratamient­o.

Y hasta los propios familiares se decepciona­n si damos un paso al costado,

pero, ¿quién piensa en nosotras? Necesitamo­s que nos traten dignamente. ¿Es mucho pedir?”.

Se despiden cabizbajas, sin esperar grandes respuestas, pero sí esperanzad­as en que se conozcan sus historias y se sepa de sus labores: “Nos duele demasiado que el sistema educativo, y el de salud también, dejen afuera a los chicos necesitado­s y a los que nos dedicamos a integrarlo­s”.

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Bienvenido. A Tommy, sus compañeros del Colegio N° 18 Alberto Larroque, de Floresta, le celebran el cumpleaños. No en todos los casos se logra una integració­n así de exitosa.

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