Impulsan la integración, pero faltan docentes especializados
Por ley se impulsa que alumnos con discapacidad vayan a escuelas comunes. Pero los docentes que los asisten llevan meses sin cobrar y muchos abandonan la tarea.
Una ley sancionada hace más de una década promueve que los alumnos con discapacidad concurran a escuelas comunes. Pero los “maestros integradores”, que deben acompañarlos, se encuentran con múltiples dificultades. No tienen una regulación que los ampare, sus sueldos son bajos, la mayoría padece por falta y retraso de pagos y en algunos colegios todavía son recibidos con recelo por el resto del plantel de maestros. Según un relevamiento de alcance nacional, hay 35 mil docentes integradores que asisten a más de 70 mil alumnos. Y cuesta reemplazarlos.
Agradecidas por la posibilidad de sacar a la luz su complicada realidad laboral, que mayormente se desconoce, las maestras integradoras cargan con la cruz de la invisibilidad y la indiferencia. “Nadie sabe que existimos, menos qué hacemos”, es el pensamiento de las profesionales que consultó Clarín. “¿En qué trabajo laburás de lunes a viernes y no cobrás durante seis meses? Y encima, no só- lo no te pagan, sino que tenés que reclamar todos los días a las obras sociales, que encima te maltratan”, exclaman en carne viva. Así empieza esta historia de gente luchadora, preparada y urgida por ser escuchada.
El maestro (o maestra) integrador, también llamado acompañante personal no docente (APND) tiene como objetivo principal acompañar a chicos con alguna discapacidad (TGD, autismo, síndrome de Down), en la asimilación de las actividades diarias dentro del aula y en la interacción con el resto de sus compañeros. No tienen cargos docentes y son externos a la escuela aunque estén dentro del aula. Cobran $ 10.900 por mes y la mayoría padece la falta de pago.
No existe una regulación que las ampare, no pertenecen ni a Salud ni a Educación, tampoco tienen paritarias; sólo recibieron un 5% de aumento en 2017 y ni un centavo en lo que va del año. “La Agencia de Discapacidad, que es la que nos determina los aumentos, no entiende que ganamos miseria y encima no nos atiende; en la Superintendencia de Salud, que es la que manda los pagos a las obras sociales, nos ningunean, y cuando los mandan, las obras sociales nos bicicletean”. Este es el pedido de auxilio de Yesica Cozzetto, Laura Luquet, Mariana Arce, Micaela Iturrioz, Romina Crocetta, Karina Herrera y Patricia Guarino, quienes, inquebrantables, mantienen una desgastante lucha por cobrar por una tarea que despliegan con pasión y compromiso.
Como contrapartida, el Estado impulsa la educación inclusiva a partir de la Ley 26.206 que, desde 2006, establece que los padres pueden inscribir a sus hijos con capacidades diferentes en escuelas regulares. Según un relevamiento de la Secretaría de Gestión Educativa de la Nación hay 35.000 docentes integradores y de escuelas especiales, que acompañan a unos 77.000 alumnos (de nivel inicial, primario y secundario). Sin embargo, escasean los integradores, que interrumpen los tratamientos ante semejantes destratos y, luego, cuesta mucho conseguir reemplazantes.
Su lucha es adentro y afuera del aula. Adentro porque no son totalmente bienvenidas; es más, muchos docentes que tienen el poder del aula los miran con recelo y los catalogan de estorbos y obstáculos. “Hay ignorancia y cerrazón, temen que los chicos que necesitan integración les revolucionen el aula. Es una cadena insoportable que empieza en los padres, que presionan a los directores y estos a los maestros de grado, quienes nos hacen el vacío”, describe Karina Herrera, madre de dos chicos con autismo. “Intentamos guiar a los maestros con métodos para facilitar el aprendizaje de los integrados, lo que a veces provoca choque de autoridades”, revela Iturrioz. Asiente Arce, que acota: “Nos ven como intrusos, y quieren sacarnos de encima”. Para Guarino “muchos maestros no tienen recursos para tratar con los chicos integrados como sí nosotros, que podemos ayudar a estos chicos
para que tengan más independencia”. Y afuera del aula “
estamos cobrando, cada muerte de obispo, $ 10.900, con 90 o 120 días de atraso,
y en la Agencia Nacional de Discapacidad nos dicen: ‘Hay otros profesionales disponibles, si no les gusta, ya saben’. Y no les importa nada del vínculo afectivo y educativo que construimos con los nenes. Esa relación integrador-asistido es clave”, despacha con enfado Arce.
La desazón es tan grande que
se pone en jaque el futuro de esta profesión.
“Predomina una desvalorización general, vemos un futuro negro, estamos más cerca de abandonar y dedicarnos a otra cosa. Parece que no entienden que se trata de una profesión en extinción”, se lamentan Herrera y Crocetta.
Cozzetto, que asiste a una niña con síndrome de Noonan, un trastorno que afecta el desarrollo corporal y madurativo, siente que es complicado mantener el puesto, por más amor y convicción que tengas.
“¿Cómo le explico a la familia de esa niña?”. Luquet, que colabora con una nena sorda, alza la voz: “Estamos cansadas de pelear, reclamar y siempre perder”. Iturrioz remarca “la nula intención de hacer algo para mejorar. Este año decidí correrme porque se me hace insostenible”. Especializada en lenguaje de audición, Arce apunta a lo demandante que es el trabajo. “No podemos dejar a nuestros chicos solos ni en el recreo”.
Crocetta tiene cuatro trabajos, pero no cobra en tres.
Atraviesa un momento bisagra, está embarazada y mira el horizonte laboral con escepticismo. “Soy inquilina, mi marido es docente y trabaja de albañil para ayudarme. ¿Cómo hago para seguir adelante?
Con dolor pienso en abandonar los tratamientos, lo que me provoca una enorme tristeza
porque he construido un fuerte vínculo con los chicos y sus familias”. Iturrioz hace malabares para exteriorizar una mueca de felicidad con los progresos de Valentina (18), una chica con parálisis cerebral a la que apoya. “Sus avances son tan gratificantes...”. Las integradoras están atravesadas por sensaciones encontradas:
el amor que sienten por su labor y esa espada de Damocles que escarba en la herida.
“Es difícil trabajar tranquila y dar lo mejor. Vivimos en un país que no te da tregua en lo económico”, coinciden Iturrioz, Crocetta y Guarino. “Nos vinculamos afectivamente con el paciente y su familia, nos sentimos fantásticos cuando vemos un avance y nos mortifica cuando se pone en riesgo la continuidad del tratamiento.
Y hasta los propios familiares se decepcionan si damos un paso al costado,
pero, ¿quién piensa en nosotras? Necesitamos que nos traten dignamente. ¿Es mucho pedir?”.
Se despiden cabizbajas, sin esperar grandes respuestas, pero sí esperanzadas en que se conozcan sus historias y se sepa de sus labores: “Nos duele demasiado que el sistema educativo, y el de salud también, dejen afuera a los chicos necesitados y a los que nos dedicamos a integrarlos”.