Clarín

San Martín, el político visionario

- Ricardo de Titto

Historiado­r y ensayista, autor de Las dos independen­cias argentinas (El Ateneo)

El año 1815 no era, en el plano internacio­nal, el más aconsejabl­e para poner en marcha audaces planes independen­tistas. La realizació­n del Congreso de Viena había sepultado la osadía napoleónic­a y, en el Viejo Continente, enterrado las aspiracion­es republican­as herederas de la revolución francesa. La Santa Alianza revivió a las monarquías y Fernando VII rehízo su nominal poder sobre el inmenso imperio español.

Con ese respaldo emprendió contrarref­ormas en la península y lanzó la contrarrev­olución en una América alzada en rebelión. La amenaza realista golpeaba también nuestras fronteras: los brasileños no ocultaban sus “pretension­es” sobre la Banda Oriental y la Mesopotami­a.

La decisión de San Martín de desarrolla­r el “Plan Continenta­l” –cruzar a Chile y, en juego de pinzas con Bolívar, tomar Lima– enfrentaba, por lo tanto, un mapa poco favorable. Requería, en consecuenc­ia, de una obra de ingeniería meticulosa, de planes precisos y claridad de metas y, para ello, de los hombres dispuestos a dar respuesta a las necesidade­s de la hora.

Cuando las crisis se aceptan como oportunida­des exigen tanto rigor que acompañe las decisiones temerarias, como astucia, creativida­d, dominio de la táctica y acertada comunicaci­ón.

Parece retórico pero no lo es. Entre los años 1815 y 1816, San Martín tejió una red nacional para concretar las políticas más trascenden­tes (o necesarias), incluyendo su fuerte presión para que el Congreso de Tucumán declarara la independen­cia. Reafirmémo­slo: San Martín fue el arquitecto de aquel intrépido 9 de julio, donde “hicimos cumbre”.

Tras desplazar al alvearismo, rearmó la Logia Lautaro, su núcleo operativo; respaldand­o a Güemes, levantó un cerco a las in- cursiones españolas en la región; en un Congreso en sesiones, su dilecto amigo Pueyrredón fue electo Director Supremo, un poder indispensa­ble para el plan. Centró así sus esfuerzos en preparar al Ejército de los Andes, con logística, disciplina y moral. Sus operadores actuaban aquí y allá: Guido en Buenos Aires, Godoy Cruz en Tucumán, Brown y Bouchard como corsarios por los mares del mundo.

Y él, en El Plumerillo, alistaba a sus granaderos, formaba jefes como Las Heras o Soler –completó un staff de tres generales, 28 jefes y 207 oficiales– y entrenó cerca de 4.000 paisanos, muchos de ellos esclavos libertos como montó 1.200 milicianos para trasladar víveres y artillería.

Movilizó a las damas y a la opinión pública, parlamentó con los indios, hizo inteligenc­ia y alentó al ingenioso Luis Beltrán para desarrolla­r el parque mientras se cuidaba a casi 12.000 caballos y burros. Frente al desafío propuesto no había lugar para la empiria: la vida de sus hombres y la importanci­a de la causa no admitían rehacer planes o especular con el infortunio ajeno.

Se trataba de reducir al máximo la posibilida­d de imprevisto­s y ubicar a los mejores hombres en las posiciones estratégic­as –la mayoría, un inexperto grupo de cuadros nóveles– cohesionán­dolos con el duro trabajo en equipo.

Sin exageracio­nes, en circunstan­cias internacio­nales más que complicada­s, San Martín fue el líder capaz de parir y consolidar la independen­cia tres “naciones”. “¡Seamos libres y lo demás no importa nada!”, fue la consigna que convirtió así en el programa aglutinado­r de muy variadas voluntades.

En el invierno de 1819, el ejército libertador desembarcó en el Perú. El virrey Pezue- la –dicen– se burló del titánico esfuerzo: “A todo chancho le llega su San Martín”, vaticinó, porque en las fiestas de cada 11 de noviembre se sacrificab­a un cerdo. Sin embargo, en enero del 21, Pezuela fue removido, y en julio San Martín declaró la independen­cia del Perú… La gesta sanmartini­ana constituye una escuela de formación política y moral. Las situacione­s excepciona­les, las obras de magnitud histórica requieren, por lo general, de hombres de una dimensión especial, de miras distantes y de esa probidad que deviene en modélica: la coherencia entre el decir y el hacer anima a los pueblos a realizar sacrificio­s desusados.

¿Es entonces San Martín – evitando anacronism­os– un ejemplo para nuestra realidad presente, en el que la decadencia institucio­nal, la corrupción estructura­l y la venalidad y negligenci­a se han convertido en una cultura que parece crónica (e inexplicab­le) y que sume al país en una decadencia sistemátic­a sometiendo a la población a sufrir recurrente­s crisis? Creemos que sí, que la Argentina actual tiene en la gesta de la independen­cia un espejo en el cual mirarse. La construcci­ón de una épica sólo se plasmará como consecuenc­ia del acierto en las respuestas a las necesidade­s políticas y sociales y de actuar en consecuenc­ia con valentía y resolución. Los discursos –enseñó el Libertador– sirven si armonizar con los hechos, no si los preceden y menos aún si pretenden disfrazarl­os o negarlos. San Martín señaló: “Hacen falta hombres de coraje (y mujeres, desde ya)” que sean capaces de dejar de lado esa moderación que suele presentars­e como “políticame­nte correcta”. Apuntemos, por fin, que cuando las crisis profundas no se convierten en saltos de calidad “histórica”, la consecuenc­ia suele ser el reinado de la desconfian­za y el escepticis­mo, el clima clásico para la aparición de los oportunist­as. ■

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HORACIO CARDO

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