Cuando los tanques soviéticos aplastaron la Primavera de Praga
Guerra Fría. Hace hoy 50 años, la rebelión checa buscaba “un socialismo con rostro humano”. La represión del Kremlin dividió desde entonces a los comunistas.
En la noche del 20 al 21 de agosto de 1968, 2.300 tanques de 29 divisiones blindadas del Ejército Rojo atravesaron la frontera oriental de la ex Checoslovaquia. En la “Operación Danubio” participaron otros de los países del Pacto de Varsovia (polacos y húngaros, búlgaros y alemanes del Este) totalizando una fuerza de 200 mil soldados que, hacia las 5 de la mañana, ingresaban en Praga y aplastaban uno de los experimentos más singulares del ex área socialista. Si doce años antes, en Hungría, la disidencia fue arrollada a sangre y fuego, esta vez no se necesitó tanto. Resultó suficiente con aquella demostración de poder, aunque la resistencia de checos y eslovacos –manifestaciones estudiantiles, sabotajes, huelgas- se prolongó por algunos meses, provocó más de un centenar de muertos y 300 mil exiliados inmediatos. Algunos de los símbolos proyectan su imagen hasta nuestros días: el pueblo rodeando a los tanques, las concentraciones en la Plaza de San Wenceslao o la inmolación a lo bonzo del estudiante Jan Palach junto a una estatua.
Así culminaba lo que hoy se recuerda como “La Primavera de Praga”, uno de los grandes acontecimientos de un año plagado de acontecimientos. Ya se habían extinguido los gritos del Mayo francés y su impronta juvenil. Estados Unidos se había sacudido por los magnicidios: Bob Kennedy, Luther King. Las ofensivas de los guerrilleros del Vietcong le quitaba el aura de invencibilidad a los norteamericanos en tierras vietnamitas. Pero lo sucedido en Praga sacudió al mundo entero y aún cuando sobrevino una larga noche, dos décadas más tarde se demostró que fue una semilla: la misma que llegó hasta la Perestroika de Gorbachov y el derrumbe de la URSS, hasta la propia Revolución de Terciopelo que transformó a los checos y eslovacos. Y hasta la sorprendente, inesperada, disolución del bloque socialista.
Después de que la división del mundo tras la Segunda Guerra Mundial dejara a Checoslovaquia dentro del área soviética, la pujanza cultural de ese país y sus tradiciones, le dieron un aura diferente. Esas tradiciones atravesaban todas las artes y ni siquiera la censura podía apagarla. Antonin Novotny, jefe del comunismo checo desde 1953 y jefe del Estado (presidente) desde el 57, era un fiel lugarteniente de los soviéticos en Praga, similar a los personajes de los otros países del Pacto.
Entre los reclamos populares –primero secretos, luego crecientes- y alguna internas, Novotny cedió el poder a comienzos del 68. Alexander Dubceck llegó a la secretaría general del Partido Comunista y el 22 de marzo, destituyeron al presidente. En su lugar, nombraron a Ludvik Svoboda, en sintonía con el nuevo jefe del Partido. Aires nuevos.
Lo que quedaría en la historia como una propuesta de “socialismo con rostro humano” -muchos de sus postulados fueron rescatados tiempo después por Gorbachov- abarcaba reformas económicas (impulsadas por Ota Sik, el primero en hablar del concepto de “tercera vía”), el pluripartidismo, libertad religiosa, supresión de la censura en la prensa y la literatura, levantamiento de las restriccio- nes para viajar al exterior.
Durante esos meses, en los cuales los checos disfrutaron de un progresivo e inédito aire de libertad, surgieron los manifiestos de los escritores (exigiendo libertad plena) y de los estudiantes, mientras en el interior del PC los reformistas de Dubceck chocaban con los ortodoxos prosoviéticos. En ese período se autorizaban libros de Solzhenitsin, prohibido en el resto del área socialista, y los teatros exponían obras de Ionesco o Václav Havel. La audacia llegaba hasta algunas exhibiciones eróticas y la difusión de la música pop de Occidente.
El rol de los intelectuales fue relevante, sobre todo por la publicación del famoso manifiesto Dos Mil Palabras del 27 de junio. Allí se preguntaban si el Partido Comunista “tiene el derecho a seguir rigiendo la sociedad”. Exigían la rehabilitación de todos los condenados desde los años 50. “En los 20 años que llevan en el poder, los comunistas no solucionaron un solo problema humano y tampoco atendieron las necesidades más elementales”, denunciaba Ludvik Viculik, uno de los periodistas y escritores que participó en el Manifiesto. Muchos de ellos provenían de las propias filas comunistas, al igual que otros de los que apoyaban a Dubcek. Un ejemplo en los medios, Jiri Pelikan. El mismo que en 1948 impulsó la expulsión de los estudiantes de los claustros, durante la Primavera de Praga dirigía una TV más abierta y liberal. “Los intelectuales comunistas –explicó más tarde el politólogo Petr Pithart- quedaron horrorizados al darse cuenta de cuán atroz e inhumano era el mundo que habían ayudado a edificar”.
La reacción de Moscú no demoró. El líder soviético Leonid Brezhnev telefoneó a las autoridades checas al difundirse el Manifiesto, al que calificó como “un acto contrarrevolucionario”. En julio convocaron a Svoboda a Moscú, aunque no hubo otras medidas. Dubcek todavía hablaba abiertamente de un socialismo “humanitario y democrático” y proponía nuevos estatutos para el PC. Hasta que sobrevino la invasión y esta vez fue el propio Dubcek trasladado al Kremlin durante una semana y obligado a firmar lo que –más allá de algún eufemismo- fue una capitulación. Sik se exilió en Suiza, miles huyeron, Dubceck fue finalmente desalojado y obligado a trabajar como jardinero. Una venganza del mismo estilo que, por ejemplo, condenaba a otra gloria checa como el atleta Emil Zatopek… degradado en el Ejército y enviado a barrer las calles de la ciudad.
Cineastas como Milos Forman o escritores como Milan Kundera después, también tomaron el camino del exilio. Pero si la sangre de Budapest en 1956 no había sido suficiente, lo ocurrido en Praga en 1968 dividió al comunismo, hasta entonces fiel a Moscú: generó la desilusión de millones de intelectuales y simpatizantes que se alejaron. Partidos comunistas con fuerte inserción en Occidente, especialmente en Francia e Italia, condenaron la invasión y se separaron del área de influencia soviética hasta generar el llamado “eurocomunismo”, más cercano a los partidos socialistas. Fuera de los países del Pacto de Varsovia, sólo la Cuba de Castro se mantuvo fiel a la Unión Soviétiva de Brezhnev. ■