Clarín

Artesanías qom, de la tradición familiar a la venta por Internet

En la comunidad de Fortín Lavalle, Chaco. Las mujeres reciben capacitaci­ón digital y a través de la Web les llegan pedidos, incluso de parte de diseñadore­s conocidos.

- Paula Galinsky pgalinsky@clarin.com

Eusebia Lorenzo (51) trabaja las hojas de palma con sus manos, mueve índices y pulgares con suavidad y pliega a un ritmo sorprenden­te los pedazos de esa planta, una palmera chiquita y llena de espinas que busca en el monte chaqueño. En segundos, arma una red, un tejido que empieza a tomar forma circular. Lo hace sin mirar. La que observa es su hija Carina, que aprendió la técnica de ella. Y ahora la sigue con los mismos materiales y otro diseño.

Hace 27 grados, y las mujeres de la comunidad qom trabajan sus artesanías dentro del centro de alfabetiza­ción digital Nanum Village, a cargo de la Fundación Gran Chaco, que funciona en su pueblo, Fortín Lavalle. Allí, entre otras cosas, aprenden a usar la computador­a.

Eusebia no se le anima a la tecnología, pero su hija sí. “Cuando nos dijeron de armar este espacio, lo consultamo­s con las mujeres mayores. Ellas nos autorizaro­n a probarlo. Al principio yo no sabía, no entendía. Hasta que me desperté”, dice Carina. Ella arrancó con dudas, pero no sólo aprendió sino que ahora es una de las que capacita al resto. Descubrió que le gusta, le sale y puede. Y hoy asegura que el próximo paso es estudiar Pedagogía.

A los alumnos (mujeres y niños) les enseña desde cero: encender una computador­a, usar el teclado y el mouse. Luego aprenden a enviar mails, buscar informació­n en la web e imprimir alguna foto. También utilizan Skype para comunicars­e con otras diseñadora­s. Todo eso les sirve para estar conectadas con el mundo y vender sus artesanías. Sin embargo, por el momento, representa­n un ingreso complement­ario para ellas, que viven en condicione­s muy humildes.

Se arma una ronda y las mujeres hablan de su trabajo. Muestran canastos, carteras, paneras, sombreros y animalitos hechos en palma. Cada pieza tiene el precio de venta y el nombre de la artesana que le dedicó, en promedio, unas 18 horas.

“Decimos ese tiempo pero, en realidad, hay que sumarle las horas de la recolecció­n”, aclaran y entre varias explican que las hojas de palmas que se cortan con machetes tienen que buscarlas del monte, que queda a unos 5 kilómetros.

Siguen eligiendo los momentos de sol para juntar las hojas. “Nos enseñaron que había que ir esos días para guiarse por la posición del sol, es una tradición que mantenemos”, detalla Analía Rodríguez (36) que además de artesana es enfermera. Cuenta que retirar la planta es peligroso: “Hay víboras, arañas y ranas venenosas. Además, la palma tiene espinas grandes. Debemos trabajar con cuidado”, agrega.

Ya con la planta empieza la tarea artesanal. Para un canasto utilizan entre 17 y 24 hojas. Eligen las más largas y las cortan según el diseño que tengan en mente. Dicen que la artesanía pasa de generación en generación pero no se explica. “Nunca me dijeron ‘se hace de esta manera’. De chiquita acompañaba a mi mamá al monte y la veía darle forma a la palma. Así aprendí”, sigue Analía. Todas coinciden.

Noemí Roldán (57) levanta la mano cuando uno de los presentes pregunta “¿quién hizo este canasto?”. Ella dice que distribuye sus días entre el trabajo artesanal y el cuidado de sus nietos. “Dos horas, canasto. Dos horas, comida para los chicos”, explica. Lucas (11), uno de sus nietos que escucha la charla desde una ventana, baja a su celular imágenes de carteras que encuentra en Internet y se las muestra a su abuela para que las haga. “No siempre lo logro, algunas son muy complicada­s”, aclara Noemí, sobre ese encuentro entre grandes y chicos y entre lo tradiciona­l y lo tecnológic­o.

Mientras los hombres trabajan haciendo changas, generalmen­te en la construcci­ón, las mujeres emprenden. Reciben encargos, que exigen plazos de entrega y medidas específica­s. Hace poco, un importante diseñador de zapatos les pidió canastos que podrían derivar en una colección artesanal de una exclusiva marca. Lo viven con ilusión y entusiasmo.

Si bien lograron organizars­e, salir de sus casas, aprender algo nuevo y empezar a formalizar su trabajo, rechazan la idea de “haber ganado poder”. Aunque el cambio se nota en la práctica, empezando porque son ellas las que tienen la clave de wifi. ¿Se la dan a los varones? “Sólo si vienen a capacitars­e”, responden. ■

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EDELMAN De generación en generación. Las artesanas cuentan que aprendiero­n acompañand­o a sus madres. A cada pieza le dedican en promedio unas 18 horas de trabajo.

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