Clarín

A ver si aprendemos, de una buena vez

- Economista e historiado­r. Miembro del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso Emilio Ocampo

Durante la década que comenzó en 1980 todos los países del Cono Sur recuperaro­n la democracia luego de largas y cruentas dictaduras militares. Argentina lo hizo a partir de octubre de 1983. Es decir, que en los últimos 35 años los argentinos elegimos a quienes nos gobernaron y, por ende, somos responsabl­es de los resultados de las políticas que aplicaron. En mayor o menor medida, lo mismo puede decirse de los bolivianos, brasileños, chilenos, paraguayos, peruanos y uruguayos. Vale la pena entonces evaluar esos resultados y ver que lecciones se pueden extraer de la historia.

Si tomamos el período 1983-2017, desde el punto de vista macroeconó­mico la comparació­n con nuestros vecinos no resulta favorable. Tuvimos la tasa de crecimient­o promedio del PBI per cápita más baja y la más volátil, un déficit fiscal primario en promedio sólo superado por Bolivia, el mayor crecimient­o del gasto público, el nivel de inversión promedio y la tasa de crecimient­o de la productivi­dad más bajos, el mayor aumento de deuda pública externa (con un default que duró 15 años) y la economía más cerrada, menos dinámica y menos diversific­ada.

Además, llegamos al 2018 con la tasa de desempleo promedio más alta, la tasa de inflación más alta, un nivel de gasto público sobre PBI un tercio superior al promedio, la presión impositiva más alta, el nivel de endeudamie­nto externo en relación al PBI y las exportacio­nes más alto, la calificaci­ón crediticia más baja y la prima de riesgo país más alta.

Si sumamos las diferencia­s desde 1983 a 2017 entre nuestro PBI en dólares y el que hubiéramos alcanzado creciendo igual que el promedio de nuestros vecinos (y las ajustamos por la inflación del dólar) obtenemos la friolera de 8,4 billones de dólares.

Esta cifra equivale a más de 12 veces el PBI de 2017 o prácticame­nte el PBI combinado de Alemania y Japón ese año. ¡O sea 187.773 dólares por cada argentino que camina por esta bendita tierra! Este fue el costo de gobernar mal.

Uno podría preguntars­e si semejantes resultados se deben a que se

“nos cayó el mundo encima”. Indudablem­ente, nos impactaron negativame­nte sucesivas crisis originadas en el resto del mundo, pero también a nuestros vecinos. Tampoco se le puede echar toda la culpa a nuestra crisis de 2001, ya que si desde 2006 (cuando superamos el máximo previo) hubiéramos crecido como Uruguay –que la sufrió casi con la misma intensidad– en 2017 el PBI per cápita de Argentina habría sido un 35% más alto.

Por otra parte, a lo largo del período en cuestión la evolución de los términos del intercambi­o fue significat­ivamente más favorable para Argentina que para el promedio de los otros países del Cono Sur. Además, la tasa de interés en Estados Unidos bajó de 12% a menos de 2%. Es decir que, aunque con algunos altibajos (que también afectaron a nuestros vecinos), en- frentamos un contexto internacio­nal favorable para el desarrollo de la economía del país.

Uno podría entonces preguntars­e si este pobre desempeño económico fue el costo que pagamos como sociedad para conseguir menos desigualda­d, menos pobreza, menos corrupción, mejor educación y/o mayor calidad institucio­nal.

La respuesta es negativa. En comparació­n con nuestros vecinos, nuestro desempeño en todas estas dimensione­s fue, en el mejor de los casos, mediocre.

Sería fácil responsabi­lizar de estos magros resultados a quienes han gobernado desde 1983. Sin duda les cabe una gran responsabi­lidad, pero la realidad es que fueron elegidos por los argentinos. Durante lo que va de este siglo elegimos mayoritari­amente un populismo irresponsa­ble y cleptocrát­ico cuando el mundo nos presentó la mejor oportunida­d en setenta años para revertir nuestra larga decadencia. Y aún hoy, cuando contamos con evidencia incontrast­able de la raíz corrupta de ese populismo (y su enorme costo) y tenemos a la vista la catástrofe socioeconó­mica sin precedente­s de Venezuela (que era el modelo que aspiraba imitar), casi un 30% del electorado sigue creyendo que es la solución.

La culpa de nuestro fracaso colectivo no es del imperialis­mo, ni del FMI, ni de los grupos concentrad­os, ni de la mala suerte. Las teorías conspirati­vas quizás protejan nuestra auto-estima pero obstaculiz­an el aprendizaj­e colectivo.

Es hora de hacernos cargo como sociedad de nuestra cuota de responsabi­lidad. Y también de aprender (y cambiar), ya que si los próximos 35 años son como los últimos 35, en un lapso de un siglo habremos pasado de ser la primera economía de América Latina a ser la quinta o sexta. Sería otro penoso récord para agregar a una larga lista. ■

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HORACIO CARDO

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